-El escenario de su novela podría ser cualquier rincón de la España interior. ¿Tanto se parece la soledad de nuestros campos?

-Pues yo creo que sí. De hecho, tengo muchos amigos que me han hablado, del Pirineo, de Cazorla o Gredos, de que este pueblo podría estar en cualquier lugar de España.

-Allí nace, al mismo tiempo, la Segunda República y un niño llamado Blas, el protagonista.

-La novela abarca 80 años y va desde el año 1932 hasta el 2012, y cuenta la vida de Blas, que es la excusa para contar la vida del valle, incluso la vida del país, pero tal como se ve en ese valle a través de los ojos de los campesinos.

-Ochenta años después muere allí y se lleva a la tumba una forma de vida milenaria. Y algunos secretos.

-Yo he querido rescatar sobre todo los valores y los principios que van a desaparecer con estos campesinos, su forma de respetar la tierra, de relacionarse con ella, con el valle, su forma de ayudarse, de cooperar entre ellos, de juntarse para hacer cosas. Estas son las cosas que a mí me parece importante que no se pierdan.

-Después de quince años trabajando en el sector audiovisual, abandona Madrid y se traslada a Monachil. ¿Qué buscaba usted en el campo o qué no le daba la ciudad?

-Las dos cosas. Por un lado, huía de esta deshumanización de las ciudades, de las prisas, del estrés, del trabajo. Y, por otro, buscaba la tranquilidad y la paz del campo. Y tal vez inconscientemente estos valores de los campesinos, de la autosuficiencia, la cooperación, la relación con la naturaleza.

-Se dedica a las tareas del campo y al movimiento ecologista. Además</b>, <b>construye usted su propia casa.

-Todas esas cosas están en conexión directa con la novela. Es lo que pretendo contar y defender y homenajear en la novela, no solo el pintorequismo y la vida rústica, sino esta filosofía de vida. Mi filosofía de vida está más cerca de la del campesino que del urbanita.

-Hay quien ve en su novela ecos de Delibes o de Chirbes.

-Hay ecos de muchos. Con Delibes yo creo que tengo en común la empatía por el mundo rural. Y con Chirbes, la preocupación y la verdad en el mundo que te rodea y de su goce.

-La vida campesina va a desaparecer. ¿Qué está muriendo con ella?

-Están muriendo otros valores. No hay que tener una idea nostálgica de la vida campesina, porque es durísima. No se trata de recuperar eso ni de volver a eso, sino de aprender lo que tenga que enseñarnos que se basa en esos principios.

-‘Los santos inocentes’, ‘La lluvia amarilla’, ‘Intemperie’... De vez en cuando el campo aparece por una esquina de nuestra literatura. Pero siempre retrata un mundo de miseria.

-Yo creo que ese retrato de hambre, miseria, injusticia, explotación, abuso, maltrato, analfabetismo, es ineludible. En mi novela creo que también está. Respecto a los ejemplos que me ha puesto, yo he intentado romper el esquema en el último punto. Hago ese mismo retrato pero el resultado de ese mundo es Blas. Es como si el resultado de esa vida tan durísima, tan terrible, que es así, siempre fuera la violencia. Yo he intentado que el resultado en mi novela sea distinto. Es decir, esto es terrible, vale, pero aquí hay gente sana, normal, sencilla, que no reacciona violentamente.

-Quería huir de los cuentos de pueblo. Escribir en presente de indicativo.

-Quería huir de la batallita del abuelo, del cuento de pueblo. Coger al lector y decirle no te voy a contar, vente conmigo que vamos a subir a la sierra y vamos a ver cómo estos niños plantan los pinos y cuidan sus cabras aquí en la sierra. Ese era mi objetivo.