Las elecciones de Estados Unidos me suenan a novelas de Marcial Lafuente Estefanía y a películas del oeste donde los poblados, los fuertes, el ferrocarril, las minas de oro o el Cañón del Colorado eran territorios donde no imperaba la ley sino los revólveres de los pistoleros… por donde se movían los indios, los mineros y los cowboys. Arizona, Nevada, California, Nuevo México, Oklahoma, Colorado, Minnesota, Kansas o Texas no son para quienes tenemos una cierta edad estados donde los ciudadanos de esos países han acudido a unas elecciones hace unos días. Son más bien territorios donde las tribus indias de apaches, sioux, cheyennes, chiricauas o cheroquis guardaban sus montañas y defendían sus tierras frente a vaqueros que apenas si descansaban porque para conseguir dólares para gastar en guisqui y en las chicas del saloom tenían que estar todo el día en la mina. He estado en Washington, del distrito de Columbia, a la puerta de la Casa Blanca; en Boston, de Massachusetts, en donde bebí cerveza en su pub Cheers, que se hizo famoso por una serie de televisión; y en las Torres Gemelas de Nueva York, que pertenece al estado del mismo nombre, donde me di cuenta -como le pasó a Carlos Cano, que me lo contó una tarde en Sevilla- de que esa gran ciudad de los rascacielos tenía mucho de pueblo y de idioma español, cuando un camarero me sirvió la primera Budweiser que me tomé en un bar neoyorkino. Pero esa belleza moderna y universal que la guardamos en la cercanía de nuestros sentimientos y que casi todas las noches la rememoramos en alguna película de la tele parece como si nada tuviera que ver con esa de estos Estados Unidos que ha manchado Donald Trump, un presidente con tintes de analfabeto, a cuya Trump Tower, el rascacielos 725 de la Quinta Avenida de Manhattan, subí una tarde, aunque fue en el siglo pasado, cuando ese hombre todavía no intentaba manipular el mundo. O sí. Y ahora parece como si hubieran levantado el campamento de sus grandes llanuras las tribus de pieles rojas de Dakota, Colorado o Montana y estuvieran calentando el hacha de guerra para cortarle la cabellera a los pistoleros yankis. Es lo que ha revivido y devuelto Donald Trump al mundo, aquella América donde la única democracia eran el dólar y las pistolas.

Pero el mundo también ha sido otra cosa, por ejemplo, música y arte, además de muerte y religión. Nos lo volvió a rememorar Mozart (música) con su Réquiem la primera tarde de noviembre en la Mezquita-Catedral (arquitectura) mientras el obispo (religión) Demetrio Fernández oficiaba la misa de difuntos (muerte). Los arcos de la Mezquita, tan evocadores de la bella eternidad de la arquitectura, dejaban ver el crucero de la Catedral, un diálogo entre el manierismo, el gótico y el renacimiento, así como la sillería del coro, tallada por Duque Cornejo, donde se colocaron los músicos de la Orquesta de Córdoba. La arquitectura de la catedral de Colonia, Patrimonio de la Humanidad en 1996, el monumento más alto del mundo hasta 1884, se me vino a la cabeza. Supongo que por aquella tarde de finales de los sesenta, cuando en verano trabajaba en Alemania. El concierto que oí en aquel gótico que te elevaba al cielo nunca se me ha olvidado. Música, arte y religión, que hablan siempre el mismo idioma; al menos las dos primeras materias. Como, por ejemplo, en Orive, un espacio inacabado arquitectónicamente como sala capitular del convento de San Pablo pero que parece el mejor edifico concebido para el arte, donde el terremoto de Lisboa de 1755 lo señaló para siempre con una grieta que se ilumina cada vez que vuelve al conjuro de la inspiración. Esta semana la convocatoria de QurtubaJazz lo ha devuelto a esta recortada vida de la pandemia que no ha impedido que el arte en forma de música saliera de los pianos, contrabajos, baterías, trompetas, saxos, flautas y demás percusiones de artistas de esta sonoridad musical.

Hasta ahora hemos estado sin agenda, y sin chaqueta. Quizá por eso la Real Academia emite sus conferencias por la nueva tele, ese modelo que se llama streaming, lo mismo que llaman showroom a un tipo de venta de pisos, coach a gente con profesión indefinida y Áreas Rurales Europeas a los pueblos. Esperemos que esto no sea el resultado del reinado de la ignorancia que crean las redes sociales y que siga triunfando el periodismo que ha sabido cortar los falsos discursos por la tele de Trump.