Casi nadie entendió que una joven como Nicoletta Mantovani (Bolonia, 1969) se enamorara de Luciano Pavarotti, 34 años mayor que ella, con un letal sobrepeso y ya en horas crepusculares. Tras enviudar en el 2007, criar sola a su hija, Alice (2003), y haber mantenido una relación con otro caballero, sostiene que lo suyo fue amor de verdad.<b>

-Cierre los ojos y diga lo primero que le venga a la mente sobre él.

-Sus abrazos. Eran los momentos más bellos e íntimos. Me sentía muy refugiada y segura entre sus brazos.

-¿Necesitaba esa sensación?

-No. Yo soy la hija única de una familia formidable. Tuve un papá extraordinario. No lo buscaba en Luciano.

-¿Qué la enamoró exactamente?

-Es curioso, porque era yo la que le preguntaba a Luciano: «¿Por qué te has enamorado de mí?». Y él respondía: «Si puedes explicar el amor, no es amor». Yo no sabía el porqué, pero sí que no podía remediarlo. Quería verlo a todas horas.

-Era un hombre mayor, desbordante.

-Su alegría era adictiva. Nos reíamos mucho juntos. Me ayudaba a encontrar la ligereza de la vida, a olvidar la rabia, a sonreír en los momentos duros.

-Que los hubo. Le diagnosticaron a usted una esclerosis múltiple.

-Dijeron que acabaría en una silla de ruedas. Él me animó a someterme a una técnica experimental -el método Zamboni-. A veces pierdo el equilibrio, pero, de momento, no sufro brotes.

-Mientras, no cesaban de tacharla de oportunista.

-Al principio no fue fácil, porque no estaba habituada a verme en los papeles -lo que peor llevé fueron las interpretaciones psicológicas que hacían en la prensa-, pero la vida seguía. Cada dos o tres meses cambiábamos de país, no nos separábamos y sentíamos una fuerza increíble.

-Aparte de trasegar baúles llenos de comida, ¿hacían locuras?

-¡Él hizo tantas por mí! Recuerdo que el día de mi licenciatura en Ciencias Naturales, él estaba en Tokio. Me apenaba que no estuviera en la cena de celebración con mis padres. Ya en la mesa, giré la cabeza y allí estaba él plantado. Había pedido un permiso de 36 horas y había volado desde Japón solo para abrazarme y decirme: «¡Brava!».

-Caray.

-O llegaba a casa y la encontraba inundada de flores. O me pintaba un cuadro como regalo de San Valentín.

-Difícil corresponder a todo eso.

-A él le complacía redescubrir las cosas a través de mí, y yo disfrutaba de la sabiduría que había acumulado. Él tenía audacia y yo, entusiasmo.

-¿Era fan de la ópera?

-¡En absoluto! A Luciano le resultó muy novedoso que no fuera mi mito.

-¿Cómo resultó la vida tras su muerte?

-Fue casi imposible. Él lo era todo. Cuando desapareció -no uso la palabra morir-, me quedé sin el marido, el amigo, el hermano, el maestro de vida. Me encontré sola, con una niña que criar y una enfermedad a la que plantar cara.

-En el documental ‘Pavarotti’ desfilan la primera mujer del tenor, Adua; una de sus amantes y usted. ¿Amigas al final?

-No. Lo que emerge -y es lo importante- es que Luciano fue amado por las tres y él amó a las tres. Ponía la pasión en la ópera, en la comida, en el amor, en sus colega. Siempre fue una persona verdadera. Si te decía algo, incluso de manera bruta, sabías que era la verdad.