"Camaradas, compañeros ciudadanos, debido a la actual situación, con la formación de la Comunidad de Estados Independientes, yo acabo mi trabajo como presidente de la URSS". En un histórico mensaje, acoplando, por un lado, orgullo por los avances democráticos logrados durante la 'perestroika' y por otro, ciertas dosis de resentimiento hacia sus sucesores -un discurso retransmitido a todo el país a través de la televisión el 25 de diciembre de 1991- el último jefe del Estado soviético, Mijaíl Gorbachov, anunciaba a los 293 millones de ciudadanos del país más extenso del mundo, compuesto por 15 repúblicas federadas, que dejaba de ser su presidente.

Esa tarde, cuando el reloj marcaba las 7 horas 32 minutos, el octavo y último presidente de la URSS traspasaba por última vez las rojas murallas del Kremlin; la bandera roja con la hoz y el martillo era arriada por última vez del Gran Palacio y sustituída por la insignia tricolor rusa previa a la revolución bolchevique de 1917. El segundo hombre más influyente del planeta en aquel momento crucial había entregado ya al presidente ruso, Borís Yeltsin, el pilar sobre el que había descansado hasta entonces su autoridad: el maletín nuclear.

Lo cierto es que Gorbachov era, desde hacía ya días, un 'zombie', un muerto viviente, un presidente devorado por el frenesí de la Historia, en resumen un líder carente del respeto de sus subalternos, quienes le habían arrebatado el país. El 8 de diciembre, los máximos dirigentes de las repúblicas federadas de Rusia, Borís Yeltsin, Bielorrusia, Stanislav Shúshkievich y Ucrania, Leónid Kravchuk, firmaron en la reserva natural de Belovezha, no lejos de la frontera con Polonia, los acuerdos que ponían fin a la existencia de la URSS "como sujeto de derecho internacional", tal y como se estipulaba en el preámbulo del documento. En su lugar anunciaron la formación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), una unión confederativa con difusos poderes a la que invitaban a unirse a las demás repúblicas .

EL DESTINO DE LA UNIÓN, SELLADO

El 21 de diciembre, el destino de la Unión quedó sellado. Los presidentes de 8 de las restantes 12 repúblicas -todas las caucásicas y asiáticas, excepto las tres Bálticas y Georgia- se reunieron en Kazajistán con los firmantes de los Acuerdos de Belovezha y estamparon sus rúbricas en el Protocolo de Alma-Ata, documento en el que acordaban unirse a la comunidad recién creada. Ya solo restaba pactar con el aún inquilino del Kremlin las modalidades para que abandonara el lugar.

Por último, el mismo 25 de diciembre, nada más ser arriada la insignia soviética, el entonces líder de la Casa Blanca, George Bush, aparecía en las pantallas de televisión de su país para proclamar con pompa y boato que, con la disolución de la URSS, la guerra fría había terminado y que la amenaza de un "conflicto nuclear" con la que convivieron generaciones durante más de cuatro décadas, se hallaba "en recesión".

Ha pasado un cuarto de siglo de todos aquellos, pero muchos sus protagonistas siguen sin ponerse de acuerdo acerca de su valoración. ¿Era inevitable la desintegración de la URSS? ¿Acaso constituyó un paso adelante hacia la democratización de Rusia y el resto del espacio postsoviético? ¿O fue en cambio la "catástrofe política más grande del siglo XX, tal y como la ha calificado el actual presidente ruso, Vladímir Putin?

Aleksándr Rutskoi ocupaba en aquel periodo histórico el cargo de vicepresidente de Rusia, y aún mantenía una buena relación con el nuevo amo del Kremlin, Boris Yeltsin. En una entrevista telefónica, Rutskoi hace suyo gran parte del análisis del actual jefe del Estado ruso: considera que la URSS no se desintegró, sino que en realidad fue "un intento deliberado de destruir un país" apoyado desde el extranjero, al tiempo que cuestiona la legitimidad de lo pactado en Belovezha. "Es cierto que el tratado por el que se creaba la Unión Soviética reconocía el derecho a la secesión, pero no existía base jurídica para lo que hicieron".

Los culpables, según Rutskoi, son "Gorbachov, la perestroika y Yeltsin". Preguntado acerca de por qué no intervino desde su privilegiada posición de poder, el exvicepresidente ruso se encoge de hombros: "De acuerdo con la Constitución, el vicepresidente sólo tenía la potestad de aplicar la política del presidente". Dos años más tarde, se enfrentó con Yeltsin en una crisis constitucional que acabó en derrota de Rutskoi.

En el lado opuesto de la trinchera histórica se sitúa Guennadi Búrbulis, exviceprimer ministro de la Federación Rusa y uno de los políticos que redactaron los Pactos de Belovezha. "Nuestro objetivo no era romper la URSS; era reformarla", declaró en un panel informativo organizado por el Centro Carnegie hace cinco años. Lo que sucedió en Belovezha, sin embargo, "fue inesperado", unos hechos de los que, según reconoce, estaba al tanto "la Casa Blanca".

Búrbulis, sin embargo, reivindica su legado porque permitió una transición ordenada. "Firmando estos acuerdos, evitamos un baño de sangre y una guerra fratricida por el legado soviético; creamos un espacio libre de armas nucleares, y Rusia se convirtió en el sucesor de la URSS".