Cerca del cortijo del Navazuelo, a los pies de la inmensa mole calcárea de Lobatejo, resisten el paso del tiempo unos árboles centenarios, un patrimonio natural formado a lo largo de los siglos, fruto de la relación cotidiana que media entre hombres y árboles. Estos viejos quejigos languidecen con sus hojas llorosas, afligidas y alicaídas del otoño, rodeados de grisáceas rocas que aprisionan sus raíces. Algunos tienen tres o cuatro gruesos brazos que se retuercen unidos formando un único tronco, que parece a simple vista fuerte y protector. Sin embargo, suelen estar huecos; y muchos de estos venerables árboles reducen su existencia a una arrugada corteza grisácea más o menos gruesa, de la que surgen algunas escasas y cortas ramas que sustentan las últimas agónicas hojas.

Cuesta comprender por qué razón han sobrevivido estos árboles hasta nuestros días. En el pasado todo un mundo de «bosqueadores», a menudo de aspecto sospechoso, recorrían estos bosques y construían aquí sus cabañas: cazadores, carboneros, recolectores de miel y cera silvestres, recolectores de cenizas --que empleaban en la fabricación de vidrio o jabón--, arrancadores de cortezas que servían para curtir el cuero o para trenzar las cuerdas. La caza, a la sombra de los árboles, no era únicamente un deporte: proveía de cuero a las curtidurías de las ciudades y de los señores feudales, a los talleres de encuadernación de las bibliotecas monásticas; aprovisionaba de viandas muchas mesas, incluso a los ejércitos que acudían a estos territorios fronterizos.

Pero el recurso más importante era sin duda la madera. La recogida de este material era mucho más importante antes que en esta época nuestra de la hulla, el petróleo y el metal: leña para calentarse, antorchas, materiales para construcción, empalizadas de los castillos, los arados, distintas herramientas.... siglos de utilización intensa y desordenada que provocó una eliminación progresiva de los grandes bosques. Allí al lado, en la Majada, tenemos constancia de la saca de más de 3.000 viejas encinas a finales del siglo XVIII. Finalmente, los incendios --uno de grandes proporciones asoló la cumbre de Lobatejo en 1986-- hizo el resto. Por eso, estos viejos quejigos nos hablan de una extraña simbiosis entre nuestros antepasados y los árboles, que permitió que unos cuantos ejemplares resistieran incólumes el paso de los siglos, hasta que los achaques de la edad terminen por acabar con su larga existencia.

Al llegar al cortijo del Navazuelo por la pista CP-100, que se inicia en la carretera A-339, el camino se bifurca. Si seguimos a la derecha, en dirección al puerto del Mojón, podremos contemplar viejos ejemplares de quejigo al inicio del camino, cerca del cortijo. Si seguimos hacia la izquierda por el PR-A-80, que conduce al cortijo Romero y a la Nava de Cabra, daremos con un par de ejemplares catalogados. El primero que encontramos, catalogado por la Diputación de Córdoba y la Junta con la denominación Quejigo del Navazuelo I, está situado a unos 100 metros del cortijo de El Navazuelo y a varios metros a la derecha del camino. Su interés reside en poseer un tronco de excepcional grosor, aunque destaca también por su avanzadísima edad, que puede rondar los 700 o 750 años. Su imponente y recto tronco está hueco y su corteza es muy rugosa. Está afectado por escarabajos perforadores y devoradores de madera. Su copa se desarrolla a partir de cinco ramas principales de desigual grosor, y es bastante pequeña, estando su tamaño ciertamente desproporcionado en relación al del fuste.

Un poco más adelante, al pie del camino y al lado de una zahúrda, encontraremos el quejigo del Navazuelo II, catalogado por la Junta. Se trata de un individuo de edad avanzada y su singularidad viene determinada por un grosor de tronco excepcional, aunque sea sensiblemente menor que el del ejemplar descrito anteriormente. Su fuste presenta una importante oquedad desde el suelo hasta la cruz, extendiéndose incluso a la parte basal de las dos ramas principales.