Era domingo por la tarde cuando fuimos a verle al hospital. Llevaba una semana ingresado, pero ese domingo parecía más lúcido que nunca. Y todos los males que pudiera tener se le pasaron de golpe al ver entrar a mi hija por la puerta de su habitación. Su adorada nieta.

Me senté en un sillón al lado de su cama y me limité a observar durante horas a mi hija mimarle de la misma forma que mimaba a todas sus muñecas. Le afeitó, refrescó su cuerpo con toallitas y le hizo mil peinados distintos con los pocos y blanquecinos pelos que lucía su cabeza. Le encantaba jugar con él a hacerle extravagantes peinados… Una cresta de rockero, repeinadito listo para ir a misa o con coletitas por toda la cabeza. Y a mi padre se le caía la baba con ella.

Esa noche de domingo nos fuimos a casa contentas. De camino, mi hija no paraba de repetir las promesas que se habían hecho: él saldría del hospital y en pocos meses estarían otra vez tomando el baño en la playa y comiendo la mejor paella del mundo (la de mi padre, por supuesto).

Pero al día siguiente murió.

Murió mientras ella estaba en el colegio, contándole a todas sus amiguitas que su abuelo estaba mejor, que ella lo había visto con sus propios ojos el día anterior.

Cuando el doctor me anunció la muerte de mi padre estuve varios minutos en estado de shock. Me inundó una tristeza terrible; a pesar de saber que existía esa posibilidad, en ese momento fui consciente de que no volvería a verle nunca más, y todo se volvió negro.

Pero regresé a la tierra cuando el negro que inundaba mi mente desapareció, y de pronto pensé en ella, mi hija. ¿Cómo le iba a decir que su idolatrado abuelito se había ido para siempre? Que ya no habría más domingos de paella, ni volvería a contarle esos chistes que le hacían reír hasta que le dolía la barriga. Ahora el sentimiento de angustia era doble. No solo sentía mi dolor, también sentía el de mi hija… Y ese era mucho peor.

– Cariño, el abuelo ha muerto...

En ese momento se me cayó el mundo encima.

En cuestión de segundos se me pasaron por la cabeza mil historias para intentar tranquilizarla y que ni una lágrima más cayera de esos ojitos verdes inundados por la pena. Le diría que ahora el abuelo estaba en el cielo, o mejor que estaba dormidito para siempre. Podía decirle también que ahora estaba en un lugar mejor, comiendo todo el queso que quería y viendo películas de vaqueros todo el día. Pero nada me sonaba bien. No quería mentir a mi hija y, además, los niños son más conscientes de lo que pasa a su alrededor de lo que creemos.

Así que nos sentamos en el sofá y lloramos. Lloramos juntas durante horas. Hablamos sobre todas las cosas que habíamos aprendido de él, de todas las bromas que nos gastaba, o de cuánto le gustaba coleccionar todo lo que regalaban en los periódicos. ¡No se perdía ni una entrega!

Madre e hija abrazándose Pexels

Mi hija me aseguró, mezclando las lágrimas con alguna sonrisa inevitable, que ella era la persona de la familia que más se parecía al abuelo: les encantaban las fresas con nata, tenían un sentido del humor incansable, que combinaban con enfados que duraban cinco minutos y, sobre todo, a los dos les faltaba algún que otro diente (¡y no le faltaba razón a la tía!).

Mi niña me sacó una sonrisa y tuve ganas de abrazarla con todas mis fuerzas y no soltarla nunca.

En ese momento me di cuenta de que era ella la que me estaba dando una lección a mí. No hacían falta mentiras, ni eufemismos confusos. Su abuelo, mi padre, había muerto. Y mi hija, entre tantas dudas, lágrimas y recuerdos, me recordó lo más importante de todo: que mi padre nunca se iría del todo, que siempre habría un poquito de él en todos nosotros.

Fue una época dura. Para mi hija, para mí, para mi madre… Pero el tiempo pasa y el dolor, poco a poco, se va disipando. Lo que no hay manera de hacer que desaparezca es, justamente, el tiempo. Ese no se detiene nunca.

Años después mi hija me dijo algo que no olvidaré jamás. Me dijo que nunca había superado la muerte del abuelo. Que cuando pensaba en él, aún se le caían las lágrimas. Yo solo podía pensar que la comprendía completamente, que yo también me sentía igual. Pero le respondí lo mismo que me dijo mi padre cuando la niña era yo: “En eso consiste el amor, cariño. Tu abuelo nos enseñó a querer, a quererle, y por mucho que la muerte pueda ser el final de la vida, nunca supondrá el final del amor. Y eso no se supera nunca”.