Preocupada siempre por cuanto concierne a la educación y atenta a este mundo que me rodea, hoy, citada con un amigo en una cafetería, reflexionaba acerca del griterío que nos rodeaba y nos hacía imposible el relax que se supone conlleva un paréntesis en las rutinas diarias para conversar y saborear sosegadamente una taza de café. Plantón dijo que "la voz es el fuego de nuestra alma". Y ante el panorama de gritos que nos rodea en el autobús, en los comercios, en cualquier lugar donde basta que haya dos personas hablando para que sintamos cómo atruenan nuestros oídos, cabe pensar que el fuego de nuestras almas no es ni mucho menos, el cálido y perenne rescoldo que acaricia los oídos y hace música de las palabras, sino fogonazos descontrolados que van incendiando allí a dónde alcanzan. De ahí que educar la voz sea también valor que fomentar tanto en familia como en la escuela.

Sucede que, como en todo, los niños y niñas aprenden por ósmosis de cuanto les rodea, y así, impregnados del tono que solemos usar los mayores para comunicarnos, nos es extraño escuchar cómo gritan, chillan, patalean- La voz es una maravillosa función, a través de la cual se expresan los pensamientos, la personalidad, los sentimientos y las emociones.

Esta función requiere también de educación que no debemos considerar y delegar como exclusiva de los logopedas, sino que, primero con el ejemplo, y segundo con técnicas sencillas y adecuadas, los niños aprenderán a saber que no tiene más razón el que más grita y que los tonos altos agreden al que los escucha y descalifican al que los emite. Sería importante que grabáramos cómo hablamos en una reunión. El escucharnos sería un buen ejercicio de aprendizaje porque a gritos no se oye a la gente y, lo que es más importante, ni tan siquiera nos oímos nosotros mismos. Nos quemamos; eso sí.