Ni siquiera había gente en la puerta fumando cuando una ligera lluvia comenzó a caer. Ambos se cruzaron en el umbral y allí se detuvieron. No les importó mojarse. Uno lo había visto todo. El nuevo llegaba con una bolsa de regalo --un pijama-- y un simple mensaje en el móvil. El emisor de aquel texto apenas sí explicaba dos acciones. Un infantil penalti y una absurda eliminación. El receptor, algo aturdido, exigía explicaciones más detalladas. Aquel no supo dárselas. Solo negaba con la cabeza. Y resoplaba.

Detrás de ellos, tras el ventanal de Bulebar Café, un grupo exteriorizaba con mucho más ímpetu la acción que había privado al Córdoba de plantarse en los cuartos de final de la Copa del Rey. Un chico hacía aspavientos con su mano. También negaba con la cabeza. El bar, ya en calma, apagado de ánimos, rezumaba sosiego. Treinta minutos antes había explotado.

José María, tras la barra, dudaba si dejar las luces de Navidad verdes o rojas, a juego con la camiseta del Córdoba. Optó por el clásico. Los Reyes Magos desfilaban por Vallellano, pero allí no había ni una silla libre. Camino de convertirse en templo blanquiverde --el himno sonó con fuerza por los altavoces a la vez que los cordobesistas saltaban al césped de Riazor--, las cervezas y los bocadillos volaban entre bufandas blanquiverdes. "Ganamos en la prórroga, como contra el Racing".

Transcurrida media hora, una chica percibió un pequeño detalle. "Menos mal que no hay nadie del Depor aquí". "¡Estaría bueno!", le replicó una amiga."¡Yo qué sé!, igual había alguien de vacaciones".

De vacaciones parecía que andaba el Deportivo. No tardó en llegar la mofa de la afición cordobesista. "¡Cristiano, Cristiano!", le gritaban a Laure tras una internada. Con Usero fue más benévola después de que intentara un tiro imposible desde el centro del campo. "Es para la estadística".

La chica seguía a lo suyo. "Lo que más me gusta es la avellana", comentaba a la amiga sin parar de picotear. Con la llegada de una tercera, el partido se desvaneció mientras la conversación crecía. A todo esto, al Córdoba le dio por marcar y una especie de locura bañada de incredulidad se apoderó del bar. Faltaban tres minutos y el equipo de Alcaraz tenía tumbado, de nuevo, a un Primera.

La consigna era clara. "¡Fuera, fuera!", se oía cuando la pelota rozaba el campo blanquiverde; "¡fuera, fuera!", se desgañitaba la hinchada ante cualquier atisbo de peligro. El tiro al palo de Valerón secó de un plumazo los nervios, el subidón y el éxtasis del tanto de Arteaga. Incluso la atención de las tres chicas se había despertado. Alguien se llevó un dedo a la nuez. Aún lo mantenía cuando escuchó: "¿Pero qué ha hecho?". Sesma había decidió levantar su mano y hacer el penalti más irracional de su carrera, el que condenaba y dilapidaba el buen hacer del Córdoba. "Se lo van a comer", vaticinó otro. Acertó. "¿Cómo ha podido hacer mano ahí?". "Yo no sé si al saltar...", trató alguien de justificarle. "Que no, que no, que se le ha ido la cabeza". "Eso le pasa con Mourinho y no juega más en todo el año".

Las críticas pasaron al colectivo. "No saben competir", "les tiembla todo: en tres minutos, un palo, un gol y una expulsión". "Somos el pupas".

El Córdoba estaba en la calle. Como los dos chicos, aún bajo la lluvia. "Es que teníamos al Barcelona a un paso... y en semifinales". No se querían despedir, pero no hablaban mucho más. "En fin, de sueños no se vive", zanjó uno. Se dieron la espalda y tomaron caminos diferentes. Al poco, dejó de llover.