Crítica teatral

El corazón no se lleva en la mano

El público disfruta en Córdoba de la función 'El beso de la mujer araña', protagonizada por Eusebio Poncela

Escena de 'El beso de la mujer araña', obra interpretada este fin de semana en Córdoba.

Escena de 'El beso de la mujer araña', obra interpretada este fin de semana en Córdoba. / Rafa Alcaide

Andrea Simone

La tristeza siempre se siente en la garganta, en el pecho. "Sentí que yo ahora soy tú"—dice la figura. La necesidad de amor se siente en la soledad, cuando vemos el cuerpo y la casa como una celda y los tejidos y las paredes, como rejas. La directora Carlota Ferrer lo presentó anoche con El beso de la mujer araña, versión de Diego Sabanés sobre la obra literaria de Manuel Puig. Humanos, pajaritos, panteras y arañas. Sin pausa, sin respiro, sin elipsis. En el abismo del texto de una escena en abyme, se juega hasta satisfacer esa necesidad de reencuentro con uno mismo en la noche que incita y caza. Sólo entonces, y desde el silencio de la ausencia de luz, el Yo se fusiona con los Otros, con sus compañeros de celda, de jaula, de casa, de vida y de muerte. Porque en ese estado fundamental, yo ahora soy tú.

La causa de esta mujer-araña empieza en una celda dentro del escenario, diseñado por Eduardo Moreno, y que se define desde una serie de objetos y detalles. Pronto despojan de su función: de tanto uso la sábana ahora es vestido, el papel que secaba, ahora baña. ‘Apagan la luz demasiado pronto’. David Picazo dirige el montaje de la escena desde el sistema de iluminación. Guarda siempre un foco para un signo: para una segunda celda sobre la primera, en el abismo y más pequeña, menos realista y por ello, más real. Dos pajaritos permanecen fríos, entre rejas muy finas e iguales a las que recubren al ser humano en velo de pared y carne. Son la analogía. Son el espejo donde las dos figuras de abajo se reflejan. Ambas parejas se necesitan para ser un signo ideal, una deformación de su condición, de sus barreras-rejas o imágenes-cliché que encierran en su contorno de preso al hombre, al individuo que es, que no se evade en las historias que le cuentan, sino que se concreta un poco, cada vez más, y hacia dentro.

No hay elipsis entre gestos cotidianos. No se omite el recorrido de una cama a la otra. El diálogo tampoco se presta a rellenar el hueco. Es la actuación atractiva, es la forma de ver el teatro del gran Eusebio Poncela la que lleva el peso dramático, y con él, nuestra mirada. Es la primera persona, es la afirmación del Yo que es Mujer. Los prejuicios que lo escuchan querrán extender esas palabras: necesitan categorizar a esa voz para seguir en su plano heteropatriarcal hecho a su imagen. Por esta razón, la obra se reafirma en una aparente abstracción, dentro del escenario, pero recogida en su fondo. Sigue afirmándose, alternando imágenes más sonoras con otras más visuales, fílmicas. En las primeras, nos referimos al espacio sonoro: toma el exceso como forma de estar en escena, santificando la abyección del sonido ordinario, de sorbos, de masticación, de subrayado del sonido de fondo de una vida que pasa y pesa. En cuanto a las otras, las imágenes audiovisuales son el centro que se sucede entre las secuencias. Anulan el sentido del fundido a negro para fundir el relato con partes de sí mismo: porque son el mismo rostro, visto con otro ángulo, el de un ojo-objetivo.

"Durante el día no quiero pensar en tonterías". La forma de contar la realidad; de cómo elegimos el lenguaje; el sistema de signos que encuadre al que me escucha lo que vemos y pensamos de lo que vemos. La forma: siempre la forma. Casa, celda, jaula, cuerpo: siempre prisión. Son formas continuas donde no puede haber cortes (elipsis) porque están figurando el tiempo de una confesión. No hay pausas, sino formas de expresar lo mismo, lo fundamental, desde cada cuerpo en soledad: Igor Yebra es protagonista y actor de un baile encerrado en rectángulos iluminados. Se tuerce y ruge sobre sus etiquetas, sobre la máquina, fascista, se arrastra por la franja permitida y se deshace, en cada abertura de su cuerpo, a un nuevo vértice o rostro que estaba oculto. En su nombre, se encuentra placer en las torturas. Por un ideal profundo, que se confiesa con el acto, no con la palabra, se vive libre. Es la voz de una revolución ante lo social. Frente a este me fundo en una verdad que me compromete con los que me miran, para verme en ellos y ser lo mismo.

"Tiene el peligro dentro… su corazón delicado"—dice el preso. Rectángulo de terciopelo rojo, dos tés, dos pollos asados, mucha fruta y muchas gracias. En El beso de la mujer araña, el sentido del tiempo se deforma; el ritmo no es importante, porque lo encarnado no tiene espacio ni orden en él. No es realista: es real. "El corazón no se lleva en la mano"—decía Ionesco. "No hay nada peor que tener la esperanza muerta": las palabras han sido las últimas en emanciparse del realismo material y acostumbrado de la cotidianidad. Se han visto latir con un abrigo rojo. Se han colocado lentamente un pañuelo al cuello, han cogido su maleta y han salido de la cárcel para morir por una forma. El ser es un bolero en tacones que se desliza y te toca: "te ríes…por no llorar". 

Suscríbete para seguir leyendo