El tercer programa de abono de la temporada, y colofón del Festival de Piano Rafael Orozco, arrancó con una obra de nuestro tiempo, el Nocturno Sinfónico de Fernández-Barrero, una obra de rasgos estéticos reconocibles que se inserta en la tradición de otros experimentos con el timbre y la textura en continuum sonoro tan propios de la segunda mitad del siglo XX. Una propuesta que pretende introducir al oyente en un mal sueño lleno de presagios y amenazas. Fue un lujo contar durante la interpretación con dos pianos sobre el escenario, el piano obligado de la obra y el que aguardaba, delante de la Orquesta, a Iván Martín para la siguiente obra. ¿No podía el pianista haber participado acaso también en la interpretación del Nocturno? En cualquier caso, Andrés Salado marcó sin batuta, alla Boulez, tratando de imponer orden y diferenciación entre los distintos planos sonoros, aunque la aspereza acústica del Gran Teatro y la palidez de la cuerda desequilibrara la balanza a favor de unos metales y una percusión marcadamente presentes durante toda la ejecución.

Esperable el triunfo de Iván Martín en el Segundo Concierto para piano y orquesta de Chopin, en realidad cronológicamente el primero de los dos compuestos por el polaco, obra irregular en la articulación de sus materiales melódicos pero capital por el paso adelante que significa en la definición del pianismo acompañado de orquesta como género estrella del romanticismo decimonónico centroeuropeo. Martín, habitual en los mundos sonoros de Beethoven, Mozart, Scarlatti o Soler, mostró una digitación muy ahormada al clasicismo por la agilidad y limpieza de sus trinos y escalas y por la prudencia y buen gusto en los detalles expresivos.

Su intervención fue, efectivamente, el punto álgido de la velada. Quizás faltó un sentido mayor del claroscuro chopiniano para conseguir pasar de la admiración a la emoción. En cualquier caso, el piano centró la atención, como no podía ser menos, obteniendo un gran éxito y premiando el cariño con una propina adecuadísima en intención y ejecución de Scarlatti. Orquesta y director quedaron en un discreto segundo plano. Incluso la introducción del primer movimiento, ese minipoema sinfónico lleno de ideas y estados de ánimo, pasó como una exhalación, discretamente ejecutado, mas no interpretado, tónica que continuó en la segunda parte, con la Segunda Sinfonía de Gounod.

De traca nuestro respetable público. La velada estuvo aderezada con un concierto paralelo de móviles sin silenciar en la sala, señores que consideran la música en vivo como el fondo perfecto para conversar con sus acompañantes o un señor que se entretuvo en fotografiar con flash (!) a los músicos con su teléfono sin pensar en el peligro que podía suponer para su concentración. Cosas de una capital europea de la cultura.