La muerte de un escritor tiene el significado de su vida, que seguramente hace más definitiva. En el caso de Carlos Fuentes uno solo podía concebirlo plenamente como vivo, de modo que su desaparición nos deja más bien un vacío que, bien visto, nadie podrá llenar. Es imposible otro Fuentes. En primer lugar, un autor privilegiado por la atención de sus padres, por una educación liberal y abierta, y por una juventud vivida entre Washington, Santiago de Chile y Buenos Aires. A los 16 volvió a la Ciudad de México.

Fue el primer escritor internacional de la lengua, traducido a todos los idiomas, militante de izquierdas y conciencia crítica contra el poder corrupto en México. Tenía prohibido entrar a los Estados Unidos. Fue cronista del general Cárdenas, el último revolucionario mexicano, estuvo en La Habana el día en que Fidel y sus barbudos tomaron el poder, y fue abanderado de la revolución sandinista, lo que le costó la amistad de Octavio Paz.

Los Kennedy tuvieron que cambiar la ley para que pudiese visitar los Estados Unidos. Amigo cercano de Arthur Miller, Kenneth Galbraith y William Styron, enseñó en Harvard, Princeton y desde los últimos 15 años en Brown. Renunció tanto al Estado como al mercado, y creyó en la literatura más que nadie, al punto que García Márquez asegura que fundó la utopía de los escritores como una república de amigos.

Su inventiva es cervantina: todas sus novelas están escritas sobre el futuro, incluso las históricas, porque creyó que el futuro estaba por hacerse y nos haría más libres. Fue un escritor antitraumático, optimista de América Latina, y capaz de una visión crítica pero también generosa en el otro, en los demás. Y sobre todo en los nuevos escritores, a quienes les dedicó una atención puntual. Tengo la impresión de que nunca creyó en la muerte, la consideró una pérdida de tiempo. Se debía por entero al presente, a la vida, al trabajo, a la ética del bien común. Pero sobre todas las cosas creyó en la literatura, en la creatividad del lenguaje español, y en hacerlo cada vez todo de nuevo, gracias al poder de las palabras.

En estos días precisamente se cumplen 50 años de dos de sus mayores novelas, La muerte de Artemio Cruz y Aura . Son dos monstruos de la historia y la intrahistoria mexicana, y dos fantasmas excesivos del poder en español, que han inquietado nuestra lectura. Es casi inverosímil que un mismo narrador sea responsable de libros tan distintos, pero eso precisamente demuestra la extraordinaria innovación de Fuentes, que nunca ha escrito dos novelas iguales, y cuya lección es la más inventiva: no beneficiarse de una fórmula de éxito, no abandonarse a los espejos.

Hizo del riesgo y la exploración su horizonte porque nunca dio por ganada libertad alguna. Cada vez le deberemos más.