RELATO

La líquida raíz

‘El valor del agua’, una historia de Julio Llamazares sobre la pérdida, la vejez y la tierra

Julio Llamazares. | EFE

Julio Llamazares. | EFE

Alejandro López Andrada

Alejandro López Andrada

Hace no muchos meses, de su novela ‘Vagalume’ (Alfaguara, 2023), reseñada en estas páginas, decíamos literalmente que era «un relato con mimbres melancólicos, de temblores poéticos y dibujos sicológicos trazados con un noble pulso literario que mantiene al lector atento y aferrado a cada diálogo, a cada línea, a cada frase de un libro empastado por una lírica armonía que lo va transformando desde la primera página en una bellísima catedral de amor». Y en este su nuevo libro, ‘El valor del agua’, podríamos decir que «esa catedral de amor» se transforma de golpe en una ermita humilde, sobria, donde el autor se refugia del invierno y el frío que lacera nuestra sociedad, tan materialista e insensible ante los débiles, ante el respeto a nuestros antepasados, a las personas frágiles y ancianas, los últimos dueños de la memoria luminosa que nos unce a la tierra, a la líquida raíz que da sentido al espacio cristalino en el que antaño todo era sagrado, religiosamente puro, natural: «El abuelo era muy viejo... andaba encorvado y con torpeza, como si llevara un saco a la espalda. Eran los años que le pesaban; los largos años de trabajo, que comenzaron, según decía, cuando tenía la edad de Julio y ayudaba en las fincas a sus padres y subía al monte todos los días con la comida para el pastor» (pág. 16). El autor de este libro nos muestra con ternura y una exquisita sensibilidad la imagen de la vejez en nuestra sociedad, donde tanto se ensalza el ocio y el placer, el vértigo absurdo de la juventud en un mundo virtual, inasible, turbio, etéreo, donde se ningunea y aparta a los ancianos como si fueran fósiles apestados, segadores del ritmo vital, vertiginoso, de los hijos y los nietos que viven obnubilados por un consumismo absurdo, turbio, atroz.

El magnetismo de lo rural

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Cuando nadie escribía sobre el magnetismo cálido de los seres que habitan la Naturaleza y el espacio perdido de la ruralidad, cuando todos los escritores eran urbanos y era glamuroso hablar de Nueva York, Julio Llamazares, inspirándose en el campo y en la voz de la tierra, lanzó un par de poemarios, ‘La lentitud de los bueyes’ (1978) y ‘Memoria de la nieve’ (1982), ambos reeditados hace tiempo en Hiperión, y dos novelas hermosas, inolvidables, ‘Luna de lobos’ (1985) y ‘Memoria de la nieve’ (1988) que hoy son títulos clásicos de la literatura hispánica y forman ya parte de la historia de nuestro país. Todo sucedió en los años venturosos de la cacareada movida madrileña, cuando incrustar las palabras esquila o árbol en el corazón de un verso era un billete para ser tachado de poeta campesino, arcaico y rural, por la crítica de este país. Llamazares, no obstante, siempre fue a contracorriente desde su primera novela, editada hace cuatro décadas, hasta la más reciente, ‘Vagalume’ (2023). Hoy se ha puesto de moda escribir de lo rural y lo campesino, aunque, a veces, quien lo hace no conoce ese mundo y se adentra en un ambiente que nunca ha vivido ni respira en su raíz; sin embargo, esta ahí la obra incontestable, genuina, esencial, de Julio Llamazares para demostrarnos que, tanto en su poesía como en su narrativa, en sus libros de viajes o sus libros de cuentos, siempre hizo una escritura atada al fulgor sutil de lo rural, impregnada de olores, colores y sonidos pertenecientes a un mundo que él vivió y conoció bien cuando era niño, antes de que su pueblo, Vegamián, fuera cubierto por las aguas de un pantano que aún late en la habitación de su memoria y alimenta su obra, su voz, la inspiración de un escritor genuino como pocos que en este su nuevo libro, ‘El valor del agua’, teje un espléndido texto literario donde se ayunta el temblor de la ternura con la melancolía, lo mágico y poético, el apego a la raíz de la tierra nativa y el respeto a la vejez.  

En los libros mejores de Julio Llamazares, ‘La lluvia amarilla’, ‘El río del olvido’ o ‘Vagalume’, aunque todos los suyos son de alta calidad, aparece el temblor de la melancolía y el paso del tiempo, el dolor de lo perdido y lo irrecuperable, y eso impregna cada página que escribe de un brillo poético difícil de igualar. Aquí en este libro pequeño, intenso y cálido, la melancolía impregna la figura del anciano que vive inmerso en el temblor de su memoria fértil, pero frágil, dando la espalda a un presente despojado de humanidad, ternura y compasión: «El abuelo, que caminaba ya con dificultad, había perdido la memoria y comenzaba a ser un problema. No podían dejarle un momento solo. Así que el padre de Julio, que era el hijo más pequeño del abuelo (y que se quejaba de que sus hermanos no se preocupaban de él), decidió de acuerdo con estos, ingresarlo en una residencia» (pág. 44) Antes de este momento inhumano y triste, tan frecuente y común en nuestra sociedad, el abuelo se adentra absorto en el espacio invisible y lírico que aún late en su interior para mostrarnos el lugar del que procede, la atmósfera de los días en que la nieve proporcionaba un poético calor que unía las miradas y los corazones de quienes habitaban aquel mundo rural tan lleno de símbolos e imágenes ancestrales en los que el silencio olía a musgo y anís: «Eran las vísperas de Navidad y todo estaba nevado... El abuelo y sus vecinos cenaron casi en silencio, como si estuvieran en un velatorio (decía siempre al contarlo), pero luego, como en estos, el aguardiente y la madrugada animaron las lenguas de los presentes» (pág. 36). Lo ancestral y lo mágico, lo bello y natural, se aúnan con una pasmosa sencillez grabando un relieve humano, diamantino, que nos hace tocar el color de lo perdido a través de una historia, de un bellísimo relato que, unido a un manojo de hermosas ilustraciones, impregnado de un manso lirismo horizontal, nos lleva a un final certero, prodigioso, que acaba dando sentido a la estructura de una obra sutil de universal calado. Sin pretenderlo quizá ‘El valor del agua’ es uno de esos relatos construidos para ser disfrutado a cualquier edad, desde los ocho o diez años hasta los cien, pues su autor utiliza palabras inoculadas por la luz de la poesía y la sencillez.

«Hay libros pequeños que son universales porque explican el mundo, radiografían la vida...»

Hay libros pequeños que son universales porque explican el mundo, radiografían la vida y dibujan el misterio sutil de la existencia en un puñado de páginas, unas decenas, como, por ejemplo, ‘Relato de un náufrago’, de García Márquez, o ‘El principito’, de Antoine de Saint Exupery. Existen relatos como ‘El príncipe feliz’, de Oscar Wilde, que, aunque uno lo lea cuando niño, su lectura bellísima sigue emocionándonos cuando lo relees después de medio siglo. Ahí, en ese manojo de cuentos intemporales, mágicos, humanísimos, que tocan asuntos de rango universal, se encuadra este libro de Julio Llamazares, ‘El valor del agua’, editado con gusto exquisito en Nórdicalibros, acompañado por las ilustraciones poéticas y seductoras de Antonio Santos que embellecen aún más las páginas de una obra dedicada a lectores de todas las edades, con un final --lo menos dicho-- memorable que alude al humano latido de la tierra y el hondo respeto a las costumbres ancestrales, donde se dibuja la líquida raíz que da vida y sentido a nuestra identidad.

‘El valor del agua’.

Autor: Julio Llamazares.

Editorial: Nordicalibros. Madrid, 2024.

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