La bondad resplandece sobre su corazón de jilguero feliz posado en la niñez. Su mirada es un lago de aguas cristalinas en el que saltan los peces de un crepúsculo que nunca da paso al frío de la noche. Me gusta observar la brisa de sus gestos, adormecerme en la luz de sus palabras de hombre sabio y sencillo, amable. Es como un santo con el alma de oro y los ojos cincelados por la reverberación de un arco iris que no se deshace al pie de la tormenta. Siempre fue en mi horizonte el amigo fraternal que recorre a tu lado los días del ayer bañando tu espíritu de olmos e inocencia.

Cada vez que visito el pueblo llego a él buscando un recodo para guarecerme del frío que produce el tiempo que vivimos. Su casa, a unos metros del pozo Verdinal, es un recoveco de melancolía que él llena de sol. Francisco Sánchez Rubio, compañero y amigo certero, inquebrantable, siempre será el Chache Quico para mí, un san Francisco de Asís cercano, humilde, que acoge mi miedo y lo transforma en risa, en perpetua alegría, en un espacio arcádico que los dos recorrimos antaño, cuando el cielo doraba las dulces colinas de la infancia.