Las memorias de Rafael Chirbes crean expectación si nos atenemos a que nunca fue propenso -todo lo contrario- al oropel literario, la figuración de la vida creativa y dado al alejamiento voluntario. Alguien tampoco exhibido nos ejerce una primera atracción para adentrarnos en sus diarios, a la espera de encontrar algo desconocido, tal vez un gran secreto guardado en silencio, una escritura que sirva para abrir una arista desde la que se pudieran valorar las posibles y novedosas perspectivas que hicieran entender y ampliar la mirada hacia la escritura y su vida. Ese binomio es indisoluble con el término diario, de un escritor cercano en el tiempo (falleció en 2015) y que los ha redactado a conciencia, revisión incluida para que viesen la luz postmortem, ya que nombró un albacea para ello, Juan Manuel Ruiz, quien tuvo que calibrar el deseo del autor de que no interfirieran en la valoración del resto de su obra literaria. Tendría también que ser con Herralde, sí o sí.

Para un lector siempre se genera cierta expectación ante unos diarios íntimos. El adjetivo viene de una especie de redundancia, pero nos sorprendería saber que el subgénero no apareció con tal sintagma hasta 1883 en que el francés Amiel recoge con el título de Fragments d’un journal intime parte de sus 17.000 páginas de literatura diarística. En nuestra literatura, pese a la situación ahora más extendida, la literatura autobiográfica ha tardado en extenderse a diferencia de, pongamos por caso, Francia o Inglaterra. El catedrático Fernando Valls, en el prólogo, realiza una trayectoria sintética en ese sentido y muestra su preferencia loada sobre el autor: «Si aceptamos que la escritura del diario parte de un yo que crea un personaje para expresarse en el tono adecuado, el de Chirbes lo logra plenamente». Nos interesa saber quién es ese personaje que ha tenido una imagen pública y del que se realiza una apreciación a partir de su obra. Pero resulta inevitable la curiosidad por conocer qué pueda ofrecer alguien desde el lado privado. En un escritor se presupone que aporte una visión de lo creativo, desde su perspectiva, que apunte alguna solución a dudas sobre su proceso de escritura o que atice, como propio del oficio, algunos verdugazos a colegas. Cierto, esto último se produce. Pero lo sorprendente en el caso de Chirbes, que lo diferencia de otros autores del yo, radica en una exposición del lado oscuro sin (auto)censurarse. El creador nos presenta su infierno sin piedad ni autocomplacencia, el sufrimiento inevitable que conduce a momentos de hundimiento por el exceso del alcohol y las drogas. Y una homosexualidad sin censuras, abierta en canal, tanto en su enamoramiento destructivo con el obrero francés Françoise o en la batida desenfrenada de clubes de ambiente y encuentros fortuitos tras estos (amor depredador). No paga, por moral, nos dice, y nos remite con tan breve declaración a Gil de Biedma y sus depravaciones filipinas con adolescentes. Curioso también cómo en tal aspecto hayan pasado tan desapercibidas las memorias de Juan Bernier La primera parte de los diarios se convierte en una especie de episodios de malditismo personal, una caída irremediable que arrastra con la voluntad anulada al escritor de gastronomía, que entonces era el autor.

A medida que transcurren las páginas esa focalización se va diluyendo, no debido a su desaparición, sino porque parece que el interés va derivando más en lo literario, las inciertas reflexiones sobre la obra propia, pese a los resultados de reconocimiento, las lecturas y la crítica. Parece como si el tigre interno que araña se volviera menos despiadado. La escritura reflexiva íntima puede ser maravillosa o un doloroso recordatorio, reflexionaba Silvia Adela Kohan, la segunda parte en Chirbes aparece por encima de la primera. Nos recuerda un planteamiento borgiano, si tienes un tigre dentro, escríbele. No sabemos si la experiencia fue algo terapeútico, escribir sobre el pasado es vivirlo dos veces; si actuó como algo catártico, pero nos da la impresión de que no fue así y ese tigre del sufrimiento se sigue desplegando por las páginas como si la infelicidad o el dolor fuesen algo natural y continuado, una hipocondría perenne. ¿Habrá significado la escritura de esos diarios algo mitigante o se habrán trasladado más hacia un ejercicio tan solo de escritura con un argumentario personal? No olvidemos, aunque nos sorprenda, que existe la diarioterapia. Por ello las encendidas (o incendiarias) palabras de Marta Sanz en el prólogo son muy interesantes. En la presentación el albacea no compartió lo expresado por la prologuista, que olvida la parte hagiográfica de los prólogos y se enfanga en reproches: «habla de su desconfianza ante el doctor y describe sus afecciones, su miedo al sida, sus vértigos, su pérdida de oído y de curiosidad; reconoce su alcoholismo que va a más». La postura del escritor se califica por la autora como «entre beata y posmoderna». O esta otra visión sobre la génesis motórica de los Diarios: «Son un acto de generosidad preconcebida. O de voladura programada». No acostumbramos a leer tales «hachazos» en los prólogos.

Juan Bonilla escribía que sobrevaloramos el «yo» sin temor a caer en el narcisismo, que incluso los instrumentos de la vida cotidiana llevan implícitos los vocativos en sus nombres (iPad, iPhone). Evidentemente el autor valenciano no apuesta por el narcisismo, ni tampoco por la miseria, le queda la moral, recordemos. Unas palabras de John Cheever parecen las mismas que podría haber utilizado Chirbes: «No disimular nada ni ocultar nada, escribir sobre las cosas más cercanas a nuestro dolor, a nuestra felicidad; escribir sobre mi torpeza sexual, el sufrimiento de Tántalo, la magnitud de mi desaliento -creo entreverlo en sueños-, mi desesperación. Escribir sobre los necios sufrimientos de la angustia, la renovación de nuestras fuerzas cuando aquéllos pasan; escribir sobre la penosa búsqueda del yo». El autor lo explica así: «La inteligencia, un lujo culpable; la literatura, una vanidad inútil, de la que hay que desnudarse. Ir arrancándose las capas».

‘Diarios (A ratos perdidos 1 y 2)’

Autor: Rafael Chirbes.

Editorial: Anagrama. Barcelona, 2021. 

UN LUGAR PARA ‘LOS OTROS’

También hay lugar para «los otros». Pérez Reverte es una especie de nuevo José María Pemán, un Torrente para todos los públicos, también hay un poco de ración para Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Eduardo Mendoza o Cabrera Infante. Las admiraciones quedan para Carmen Martín Gaite, su amiga alentadora, y para sus lecturas entusiastas, como Musil, o para el cine.


La obra que nos ha presentado en forma ya sea de voladura controlada o explosión imprevista no deja indiferente al lector. Se suma a una aceptable salud en nuestras letras con nombres como el mencionado Bonilla, Féliux de Azúa, Trapiello, Laura Freixas, Chantal Maillard o Salvador Pániker, Lejos ya de aquella menospreciante visión que Guillermo de Torre encontraba en los diarios íntimos como «un cementerio de artículos abortados». 


Recordamos el esencial trabajo de Anna Caballé, ‘Pasé la mañana escribiendo. Historia del diarismo español’. Philippe Lejeune nos hablaba del ‘Pacto autobiográfico’, donde la autoría establecía que el escritor se comprometía a contar la verdad. Pero la verdad como la justificación, precisamente al tratarse de una realidad del yo, se convierten en subjetivas, lo que no impide que leamos como alta literatura diarios como los de Rafael Chirbes.