De entre la producción de Oscar Wilde (Dublín, 1854-París, 1900), De profundis es la obra que mejor ha resistido el paso del tiempo. Es algo que le debemos a su amante, el joven Lord Alfred Douglas, aunque de forma involuntaria, pues no contaba este con que Wilde, siempre pudoroso con su vida íntima, escribiera unas páginas tan descarnadas e intimistas, tan llenas de dolor y profunda humanidad. De profundis está escrita desde la cárcel de Reading, cuando Wilde, la figura literaria de la época, había sido condenado a dos años de trabajos forzados. El primero de los capítulos, «La tragedia de mi vida» no podía ser más explícito. El autor ha descendido a los infiernos después de un juicio delirante que no podía acabar más que con una condena. La acusación de indecencia y sodomía por las relaciones de Wilde con el hijo del marqués de Queensberry fue juzgada con dureza por el jurado. Lo perdió todo: su familia, su posición social y hasta su propia biblioteca, el bien más querido de un escritor. Vio como sus libros, algunos dedicados por Hugo, Verlaine, Whitman o Mallarmé, eran embargados para pagar las costas del juicio que reclamaba el siempre colérico marqués. También en esta ocasión le falló Bosie, que había prometido pagar las costas del juicio y que se desentendió del escritor, como era de esperar.

Para el lector que quiera conocer los detalles del humillante proceso que está en el origen de De profundis nada mejor que acudir a la magna obra de Richard Ellman, Oscar Wilde (Edhasa, Barcelona, 1990). Ellman nos presenta el juicio con toda su crudeza, con abundante documentación y bibliografía. De profundis es el lamento de un hombre desolado, pero es el lamento del artista. Por ello, esta extensa reflexión permite penetrar en un Wilde diferente y que, de otro modo, nunca hubiera salido a la luz. Es una relación pormenorizada de las vicisitudes del amor de Wilde hacia un joven que parecía un ángel, pero que resultó a la postre ser un verdugo para el escritor. Abundan los constantes reproches por haberse dejado arrastrar al fango por parte del propio Douglas y de otras malas compañías; el autor se lamenta de haber llevado a la infamia a su propia familia y al apellido ilustre que representaba. Y también se rebela contra el silencio de su amado Bosie, debatiéndose entre la condena por tan nefasto amor y el desprecio con el que ha pagado sus desvelos.

Impresiona la lucidez del escritor en la cárcel de Reading, pues nunca olvida su oficio como artista y escritor. No se deja llevar por el rencor para llenar de imprecaciones a su amante -que sería bastante lógico-, y tampoco se dedica a escribir una carta rutinaria y desprovista de calidad. De profundis es un ejercicio magistral de autoconocimiento, una pieza maestra en la producción de Wilde y una obra fuera de toda clasificación en el panorama de la literatura universal. La autenticidad, la frescura de la prosa de Wilde, desprovista del artificio al que él mismo solía someterla, sitúan el libro fuera del tiempo y el espacio, convirtiéndolo en un documento de incalculable valor humano y literario. En pocas ocasiones tendrá el lector en sus manos un libro tan desnudo y a la vez tan bello. En eso precisamente consiste su atemporalidad; es como una escultura de alabastro, incorruptible y preciosa. Y, con todo, hay un halo de esperanza en De profundis. No es el libro de un desesperado, sino que es una obra salvífica, una catarsis necesaria para un hombre que lo había perdido todo, que había caído desde lo más alto, pero que aún conservaba intacta la esperanza. Wilde aprovecha la última parte de su obra para dedicarla a la amistad que aún le queda, a los libros que cree escribirá cuando salga o a los que, por lo menos, leerá. El autor intenta convertir la degradación del ambiente en que se mueve en un «ascenso espiritual». Wilde se da cuenta de que toda su vida ha vivido en la parte soleada y que necesitaba de la otra para estar completo. Este esfuerzo colosal que se refleja en la última parte de De profundis ennoblece aún más, si cabe, la figura del gran escritor irlandés. Su capacidad para aprender del dolor, para utilizarlo en su trabajo como artista, revela la seriedad del oficio de Wilde, su talante como escritor. Los últimos días de Wilde no los pasó como imaginaba. Pero eso da igual. Exiliado por voluntad propia en Francia, despreciado y humillado, su muerte no fue la imaginada. Pero la lección que dio al mundo el genial dublinés ha pasado ya a la historia de la Literatura.

‘De profundis’

Autor: Oscar Wilde (traducción de María Luisa Balseiro)

Editorial: Siruela

Madrid, 2021