Nos acaba de abandonar el poeta y señero hombre de letras Enrique Badosa, una voz realmente personal dentro de la generación del cincuenta catalana a la que pertenecía, por el marcado signo espiritual y católico de su poesía, frente al izquierdismo militante de sus compañeros de generación. Un poeta que nos distinguió con su amistad, que visitó Córdoba en dos ocasiones en sus últimos años, y con el que tuve el gusto de acompañarlo en su visita a nuestra ciudad y admirar el alto grado de silencioso recogimiento tanto espiritual como estético que suscitó la visita a nuestra Mezquita-Catedral, así como su admiración ante las ruinas de Medina Azahara.

Su múltiple actividad intelectual en la Cataluña de su tiempo tuvo diferentes vertientes, desde el periodismo cultural en la prensa de Barcelona, hasta su decisiva aportación a la divulgación de la poesía como asesor literario de la editorial Plaza y Janés y director de sus dos grandes colecciones Selecciones de Poesía Española y Selecciones de Poesía Universal.

Todo ello presidido no sólo por un hoy no muy frecuente conocimiento y sabiduría literarias, sino también por una muy cálida dimensión moral, o mejor, espiritual, de palpitación cristiana, que, a su vez, se enriquecía por un noble conocimiento de los valores culturales del humanismo y la tradición clásica. Pues no en vano Enrique Badosa era un espíritu de arraigadas convicciones religiosas, a la par que un férvido espíritu mediterráneo, saturado de cultura y vital conocimiento de sus clásicos. Ese amor por los orbes culturales de la antigua Grecia y la romanidad se transparenta en su extraordinaria versión castellana de sus maestros latinos, entre los que su excepcional versión de las Odas de Horacio, queda como una de las más validas aportaciones contemporáneas a la mejor actualización de los clásicos, sin olvidar sus no menos poéticas versiones de Salvador Espriu, de J. V. Foix, así como de los mejores poetas catalanes del siglo XV, sin olvidar sus traducciones de la poesía francesa.

‘TRIVIUM’

Bajo este título recogió el grueso de su obra poética personal. Como dicho título revela, la clásica lira de Enrique Badosa cuenta con tres acordes fundamentales, que son los que espiritualmente conforman y constituyen este trivium que tan latinamente bautiza el libro y que es marca de fábrica: la cuerda lírica, la cuerda paisajístico-reflexiva de su poesía de viajes por diversas latitudes geográficas y culturales, y la cuerda satírico-epigramática, por la que Badosa nos ofrece su personal y siempre civilizada denuncia de la injusticia, de la maldad, la brutalidad, o la estupidez, entre otros vicios sociales o privados que caracterizan las distintas épocas que el poeta ha ido viviendo desde aquel 1927 de su nacimiento en Barcelona. Hay en su poesía satírica un fuerte talante ético, que a veces se expresa no con una virulencia acre y corrosiva, sino templada por una cierta propensión a la eutrapelia y la ironía. Esa cordial benignidad espiritual, esa confianza en el devenir del espíritu humano, asistido por la fe, e incluso por la Providencia, inspirará sus Baladas para la paz, libro en el que la consideración del prójimo -los creyentes, los niños, los bebedores, los soldados, los peregrinos, los que duermen-, el hombre en su desvalimiento, son los que atraen la mirada piadosa del poeta. Este humanismo se teñirá de connotaciones culturales en su libro de 1968 Arte poética, en el que a esta constante existencial se suma -y esto es muy significativo para la época y el devenir de la poesía de Badosa- una cierta impregnación culturalista, una preocupación por los valores históricos y estéticos de las obras del arte y la cultura, Versalles, Chartres..., que eclosionará en Mapa de Grecia, de 1979. Estamos, pues, ante una poesía hecha de vida y de cultura, de experiencia vital y experiencia estética, pues no en vano este Trivium es la obra en cuya triple vía el poeta, el humanista que es Enrique Badosa se encuentra a sí mismo y se reconoce, al tiempo que se explica ante nosotros y nos brinda su visión del mundo.

Todo lo cual, más cuatro libros de ensayos y multitud de artículos de crítica sobre arte y literatura, viene a configurarnos el perfecto retrato de un auténtico hombre de letras y un verdadero maestro, de un poeta hondo y consciente de su mester, en una poesía -cada vez más rica, más densa, más madura, más contendida y lapidaria- que aúna, a la par, emoción, humanidad, humor y pensamiento, una concepción personal del mundo, del amor, la religión y el oficio poético, arraigada en la vida y en la cultura, siempre imprescindible ésta en su vivir; humanista, clásica y, a la vez, lúcidamente actual.

En Mapa de Grecia, Badosa despliega toda su ética y estética mediterráneas, continuando y actualizando la autóctona tradición catalana del Noucentisme. «Todos somos griegos...» llegó a reconocer el poeta romántico inglés Bysse Percy Shelley, ...aunque griegos en el exilio»; y T. S. Eliot observó sagazmente que «los griegos somos nosotros», los auténticos herederos de ese gran legado espiritual que nos conforma; pero de siempre España ha vivido bastante de espaldas a ese ejemplo. No obstante, la recuperación del legado y la lección de la Hélade ha sido una de las notas más características de nuestra cultura y nuestra poesía desde la década de los setenta del pasado siglo. En ese descubrimiento del siempre fecundante milagro griego, nombres tan determinantes como los de Hölderlin, o Cavafis, Ritsos o Eliytis no resultan ya ajenos a nuestras inquietudes, entre otros no menos significativos. Pues bien, Enrique Badosa con su Mapa de Grecia se constituye en uno de los más fieles reveladores y desveladores de ese misterio, o de ese milagro griego, que fecunda las páginas de ese Mapa de Grecia, una carta geográfica y espiritual para adentrarse en el paisaje físico y espiritual de la península helénica y el rosario de sus islas, con el recuerdo vigente de sus glorias pasadas y la belleza y vigor de su cultura y de su poesía actuales.

Buen ejemplo de esta clasicidad viva es su extraordinario poema «Regreso a Paros», en el que la poesía, o la belleza, o Venus misma en su nacimiento, surgen de un elemento natural -el mar- para transmutarse en la materia cultural del mármol, ante la mirada maravillada del poeta, que, por su capacidad visionaria, es el único testigo que puede dar fe de tal proceso: «Salió pausadamente de la mar,/ el azul de la brisa la asistía,/ su desnudo de amor acariciaba,/ atravesó la arena, vino al puerto,/ pasó siempre desnuda y silenciosa,/ por entre quienes nunca la esperaban,/ anduvo en dirección a las canteras/ y los menos incrédulos seguíamosla,/ni una vez se volvió para mirarnos,/ llegó, su paso fue más contenido,/ pareció vacilar, buscar a alguien,/ querer mirar quizá hacia nosotros,/ se oyó como un rumor de bienvenida/ y con ternura penetró en el mármol».