N o es la primera vez que el autor leonés Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) se adentra en un viaje hacia los escenarios más olvidados de la península. Lo hizo con El río del olvido (1996), Tras los montes (1998), Cuaderno del Duero (1999), Las rosas de piedra (2008), Atlas de la España imaginaria (2015), El viaje de Don Quijote (2016) y Las rosas del sur (2018). Y se adentra de nuevo en el género con Primavera extremeña que es algo más que un viaje, pues bajo lo que el escritor denomina «apuntes del natural» se esconde lo que es a la vez una elegía y un canto. La elegía por la suerte desafortunada de un país y un mundo que se desmoronaba a consecuencia de la pandemia y el canto a una tierra que, ajena a la experiencia humana, despertaba a la vida arcádica de una primavera extremeña que siempre llevará en su corazón.

El libro relata la experiencia del escritor en tierras extremeñas, en una casa en la sierra de los Lagares, cerca de Trujillo, a la que acude junto con su familia en marzo de 2020 «huyendo de un Madrid cada vez más fantasmal». Es el inicio de la pandemia que aún sufrimos, una huida hacia el campo, hacia la seguridad que el autor intuye está en la naturaleza, dejando atrás una urbe que se encoge por el miedo y el silencio. Él mismo lo reconoce: es una huida, un abandono, pues la sensación de que deben escapar de un mal difuso se palpa en los pequeños detalles que desde el coche todos advierten: las plazas desiertas, las aceras sin peatones, las mascarillas, las expresiones de preocupación, la ansiedad del país entero ante lo que iba a venir. Junto a su familia llega, finalmente, a su destino, el Lagar de los Almendros, un viejo caserío a pocos kilómetros de Trujillo, en principio, para pasar unos días que al final será una larga estancia forzada por las circunstancias que se convertirá en una experiencia única, en un verdadero locus amoenus . Contemplando la belleza de la primavera que se muestra incipiente en el canto de los pájaros, en el sonido de las esquilas de las ovejas, del bucólico paisaje, le viene a la memoria Virgilio recitando mentalmente los conocidos versos de la égloga primera, la del pastor Títiro, pues el propio Llamazares advierte las semejanzas entre la primavera extremeña y el espacio idealizado del mantuano.

Junto al paisaje, formando parte de esa España olvidada, están también los personajes que lo habitan: Ricardo, Konrad y María, Manolo el Sueco, Juan Antonio... cada uno con su historia, pero formando parte de un territorio al que también llegan los problemas de la pandemia que se vive en las ciudades. Lo que empezó siendo una escapada se convierte «en un arca de Noé a la deriva». El tiempo va pasando: el autor nos describe las intensas sensaciones de los paseos en los caminos apartados de la sierra, el aroma de la jara, de la hierba seca por el calor de finales de mayo y la sensación de que el tiempo de regresar llega.

El lector se convierte en cómplice de la historia porque, en el fondo, en terrazas y balcones, en salones y habitaciones cerradas donde han tenido que penar a la fuerza, todo el mundo tiene un pueblo, un lugar al que, en esos días aciagos, soñaba con escapar. La literatura es, precisamente, eso: compartir sensaciones a través de las palabras y Julio Llamazares lo consigue en Primavera extremeña .

En El Decamerón , Bocaccio ambienta las historias de sus diez narradores en un jardín idealizado. A Llamazares no le hace falta, solo tiene que describir la realidad de la campiña extremeña, pues la misma se presenta al lector con mayor viveza que si se hubiera pretendido embellecer con ampulosos epítetos. El estilo preciso de Julio Llamazares, su palabra certera, su mirada profunda y atenta; todo ello es suficiente para pintar al lector un paisaje que hace que se adentre en la quietud de las noches estrelladas, la guarda tras los cristales en los días de tormenta y de lluvias, la felicidad de recorrer los caminos y asistir al florecimiento de los lilos. Bastan unas pinceladas para describir las imágenes que se pintan de forma nítida en nuestra mente, como en la escena en la que mira la luna llena y se queda largo rato bajo la noche estrellada, contemplándola, que recuerda el monólogo de Paul Bowles en la inolvidable escena final de la película de Bertolucci, pues en esa contemplación el autor parece preguntarse cuántas veces más mirará salir la luna llena de ese modo y cuántas lo harán los que la miran en el resto del país, del mundo… Y sin embargo todo parece ilimitado.