A los que la historia política europea no nos deja indiferentes, difícilmente nos hemos podido explicar que una nación como Gran Bretaña, la única incontestablemente liberal y creadora del liberalismo a lo largo de sus últimos siglos, el país que dio expresión política, bajo el Partido Liberal, a la nueva clase emergente de la burguesía y promovió decisivas reformas, y puede ofrecer una panoplia de líderes de primera línea como Robert Walpole y protagonizó la edad áurea del parlamentarismo con primeros ministros como Grey, Melbourne, Russell, Palmerston, Gladstone y Lloyd George, ese país viera un tanto flemáticamente cómo ese secular partido rector de los destinos del Reino Unido acabara desapareciendo de la escena prácticamente al final de la victoria de la primera guerra mundial.

A esa pregunta se aprestó a dar una cumplida respuesta el periodista e historiador inglés George Dangerfield (1904-1986), en 1935, con un libro que ha quedado como un clásico de la historiografía británica, y un título sugestivo y casi novelesco, The strange death of liberal England, que lo lanzó a la fama. Trasladado en 1930 a Estados Unidos, en 1953, sería galardonado con el premio Pulitzer de historia por su obra La era de los buenos sentimientos, tras trabajar como editor de la revista Vanity Fair. En 1965 publicaría El despertar del nacionalismo americano, 1812-1828, sumergiéndonos con estos nuevos libros en la epopeya estadounidense como antes lo había hecho en la vida política británica. El vívido pulso narrativo de estas obras, y principalmente la que nos ocupa, haría que llegaran a convertirse en libros de culto para muchos universitarios anglosajones.

Este clásico de la historiografía inglesa ha sido, por fin, publicado en España por la editorial Tecnos, en impecable y excelente traducción de Pablo Fernández Candina, y avalado por un enjundioso prólogo-estudio de cincuenta preñadas páginas, debido al profesor Alfonso Cuenca Miranda, que nos introduce meridianamente en la ya para nosotros un tanto remota y nebulosa época de la Inglaterra eduardiana.

Gracias a la brújula que nos ofrece dicha iluminadora introducción, el lector español podrá adentrarse y orientarse con paso expedito por las zozobras y vaivenes de la vida política británica de principios del pasado siglo, y degustar la prosa historiográfica, de elevada temperatura literaria en ocasiones, que -como afirma el prologuista- «puede considerarse una obra maestra, uno de esos libros que dejan huella indeleble».

El profesor Cuenca Miranda llama la atención sobre «el profundo conocimiento por parte del autor de la naturaleza humana, de la dinámica del poder y, en general, del fluir de los acontecimientos históricos. Ello hace que se haya podido situar a Dangerfield en la línea de la «mejor» historia, la de Tucídides y Tácito. Y efectivamente, el pulso narrativo -histórico, insistimos- del autor inglés bien puede compararse con el de ambos magisterios. Quien abre el libro queda arrastrado ya desde la primera línea -y no es una frase retórica- por una corriente que le llevará, con distintas velocidades, eso sí, hasta el deslumbrante epílogo».

RIGOR HISTÓRICO

Nos interesa subrayar no sólo el contrastado rigor histórico de la obra, sino la extraordinaria calidad literaria de su estilo, con excelentes retratos psicológicos y semblanzas, que alcanza unos elevados kilates, con sus correspondientes dosis de sarcasmo e ironía, y que en el brillante epílogo, dedicado a las víctimas del frustrado desembarco de Galípoli, simbolizada en la muerte del poeta Rupert Brooke, logra la lengua inglesa del siglo XX uno de sus más delicados e inolvidables acentos.

Recordemos que 1933 es el año en que Hitler, tras las elecciones, asciende a la cancillería, e Italia se siente confortablemente instalada en el fascismo. La Gran Guerra, pues, había supuesto una inesperada sacudida para el mundo liberal; pero todo esto ya se venía fraguando desde antes del conflicto mundial. Dangerfield, según el prologuista, «es muy consciente de que en el fondo, lo que vino después, la guerra, las reformas, la movilización de las masas, los nuevos movimientos... era inevitable, pues respondía de hecho a profundas corrientes históricas».

Después de sacrificar a varias generaciones de ciudadanos, a cientos de millares, de vuelta de las trincheras, los que tornaban, vivos o maltrechos, demandaban una mínima e inaplazable recompensa. «De ahí que no sea casual el hecho de que tras la Gran Guerra sea el gabinete (liberal) de Lloyd George quien ponga los verdaderos cimientos de lo que más tarde (tras el segundo estallido bélico mundial) será el moderno Estado del bienestar (y lo mismo ocurrirá en otros países)».

Una serie de decisivos movimientos sociales se venían produciendo ya antes de la Gran Guerra que venían propiciando lo que luego aparecería como súbita defunción del Partido Liberal; entre ellos Dangerfield detecta y estudia, por una parte, la oposición de la Cámara de los Lores; en segundo lugar, lo que nuestro autor denomina la «rebelión de las mujeres», propiciada por el poderoso movimiento sufragista que en Inglaterra tuvo un carácter transversal, y al que se sumaron féminas de diferentes clase y condición, y que fue severamente sofocado, con terribles escenas de alimentación forzosa, y supuso increíbles dotes de heroísmo junto a enormes sacrificios por parte de ellas; y en tercer lugar, la «rebelión de los trabajadores», una rebelión fundamentalmente pacífica en comparación con las del continente, pero generalizada y constante, que hizo que, en 1907, se perdieran por huelgas dos millones de días laborables, y en 1912 alcanzara la enorme cifra de cuarenta millones. Conflictos y huelgas que, como resume Cuenca Miranda, «hicieron tambalearse al sistema, teniendo como protagonistas al sector minero, a los transportistas (en especial, los obreros portuarios) y a los empleados del ferrocarril, con inusitada violencia y enorme capacidad organizativa», y con los que el país quedaba prácticamente paralizado durante períodos prolongados, con graves situaciones de desabastecimiento, llegándose incluso a temer una auténtica revolución en las islas. A todo lo cual habría que añadirse el problema de la rebelión en el Úlster y toda la cuestión irlandesa, en la que se llegó al riesgo casi inminente de una guerra civil en toda la isla.

Con la paz de Versalles comenzaba ya otra época en la que el viejo partido whig se difuminaría languideciente, pero gran parte de su importante legado pasaría a impregnar, en cierto modo, tanto al viejo partido conservador como a las nuevas opciones laboristas y, sobre todo, al tono general de la vida inglesa.

‘La extraña muerte de la Inglaterra liberal’. Autor: George Dangerfield. Editorial: Tecnos. Madrid, 2019.