Eran, entonces, dos adolescentes en cuyos ojos remaban las promesas. Cuando el tiempo era dulce como el aire de las voces que, a diario, llenaban la emoción del instituto, ellas sostenían la luz de nuestros sueños. Fue hermoso estudiar a su lado, recorrer el corazón vaporoso de los libros con el calor que su simpatía nos daba. Se llamaban --se llaman-- Mari Carmen y Ana Mari: dos espigas crujiendo en la vaporosa claridad que cubre el espacio de mi melancolía. Ahora, después de casi cuatro décadas, he vuelto a reunirme con ellas y dos amigos para embalsamar un instante el vano ayer en un local de Pozoblanco. No hay muchas personas como Ana y Mari Carmen: en ellas no cabe el orgullo o la altivez; mientras otras --todas las chicas de la clase-- eludieron la cita, ellas llegaron desde Málaga para ayudarnos a tocar con las palabras la atmósfera de aquellos días.