«Nadie quiere vivir en la calle. Es terrible, la calle te rompe física y psicológicamente, te hace un daño tremendo», asegura Rafael Ríos, «pero cuando te ves sin nada y no quieres ser una molestia para nadie, no te queda otra». Rafael es de Córdoba y tiene 56 años. Trabajó mucho tiempo en Mallorca de albañil y también fue pinche de cocina durante los veranos, entre otros empleos. Padre de tres hijos y abuelo de seis nietos, la crisis del 2008 lo dejó sin trabajo. Al verse en el paro, entró en una profunda depresión «y la bola empezó a crecer hasta que se me fue de las manos». El desempleo y la depresión acabaron afectando a la vida familiar. Luego llegó el divorcio... y la calle. «Las desgracias nunca vienen solas», afirma convencido.

Incapaz de asimilar su nueva realidad, se metió en sí mismo y durante años sobrevivió en estado catatónico. «Tengo muchas lagunas de esa época, yo no vivía el día a día, sino recordando el pasado, intentando entender cómo había llegado a ese extremo». En esos «seis o siete años», dormía donde podía. «A veces en la plaza del Alpargate, otras en un cajero o en Orive al fresco, porque allí hay una fuente, y también estuve temporadas en la casa de acogida». En la calle sufrió agresiones. «Una noche se liaron a patadas conmigo, yo estaba debajo del avión, me tuvieron que operar, si no es por alguien que pasó y llamó, estaría muerto», explica, «otra vez me encontró la Guardia Civil andando por la autopista, yo no sabía a dónde iba».

En noviembre del 2016, acudió como solía al comedor trinitario y allí le pidieron que fuera a la casa de acogida porque le tenían que decir algo. Allí le comunicaron que lo habían seleccionado para participar en el programa Housing First (metodología que desarrollan Hogar sí y Provivienda con financiación municipal) y que tendría la oportunidad de tener su propio piso. «Eso no podía ser verdad, el primer año no me lo creía, tenía el macuto y el saco de dormir preparado por si me tenía que ir», recuerda, «tardé mucho tiempo en asimilar que me podía quedar el tiempo que yo necesitara». Cuando mira hacia atrás, se siente un privilegiado. «Es como si me hubiera tocado la lotería porque gracias a esto he vuelto a ser persona y he podido recuperar a mis hijos y conocer por fin a mis nietos, tenerlos de mi lado». Desde fuera, resulta extraño pensar que tuviera hijos y no pudiera recurrir a ellos pero ellos no tenían edad ni podían ayudarle y él tampoco quería ser una carga. «Yo me sentía fatal, sin trabajo, sin ilusión, como un bicho, me daba vergüenza siendo yo el padre, no poder cuidarlos a ellos». Prefirió vagar por las calles y renunciar a su familia. El alcohol le ayudó a evadirse. «Bebes porque sí, es la única forma de sobrellevar esa miseria y cuando te despiertas piensas ‘Dios, ¿por qué no me has dejado durmiendo?’», asegura. «Llegué a pesar 57 kilos y ahora peso 74, era un muerto en vida», afirma. Su perro le permitió volver a socializar. «Cuando estaba en la calle, no hablaba con nadie, me costó trabajo relacionarme otra vez con las personas y lo conseguí gracias a mi perro», recuerda sincero.

Cree que la gente no se da cuenta de lo fácil que es caer en el sinhogarismo y lo difícil que es salir de la calle una vez estás ahí. «Cuando te ves sin nada, ya no puedes alquilar un piso porque nadie te avala, tienes mal aspecto, hueles mal porque no te aseas... todo se complica y si alguien no te da una oportunidad como esta, es imposible recuperar tu vida», explica convencido, «vivir eso es algo que no le deseo a nadie». Su objetivo ahora es encontrar un trabajo y recobrar la autonomía que le falta. «He solicitado un piso de protección oficial y he echado un montón de currículums, me falta ese último paso para sentirme bien del todo, yo quiero jubilarme trabajando y sentirme útil».