Hace semanas que no llueve, pero aún hay charcos en la entrada del asentamiento. Allí donde la ciudad no llega, se mezclan más historias de las imaginadas, en una tarde de miércoles. Tres furgonetas de la Cruz Roja empiezan a descargar alimentos. Se forma una pequeña cola de mujeres, todas ellas rumanas de etnia gitana. Florica, embarazada de seis meses, maneja un carro hecho a mano, aprovechando la estructura de un coche de bebé, una caja de fruta y unas cuerdas. Lleva doce años en este asentamiento y cuando se le pregunta dónde le gustaría que se criara su hija, no titubea: «¡Aquí! ¡Mis otros dos hijos se han criado aquí!». Tampoco hay atisbo de duda cuando habla sobre la educación: «Les digo que estudien, que no tengan que trabajar como yo, de chatarrera, que es muy duro». Por eso no entiende a las personas que tildan a los gitanos de perezosos: «Me da pena, ¿pero qué hago? No todos los rumanos somos iguales, ni los españoles. Nosotros buscamos cartones y chatarra para pagar el alquiler, para comer, para llevar los niños al colegio».

Junto a Florica pasa un niño con un pollito negro en la mano. Es Pedro, once años. Vive en el barrio Guadalquivir, pero se acerca todas las tardes al asentamiento desde hace seis años. «Me gusta dar vueltas y estar con los palomos. Tengo muchas crías y pronto voy a meter un gallo». Su madre, Sonia, anda peleándose con las goteras de la chabola, a la que han logrado darle cierta calidez: unas enagüillas, un televisor, la cama para los perros, sobre la lavadora cantan varios pájaros. «Vienes aquí y estás descansado y te quitas del ambiente del barrio», apunta su pareja, Jose. En verano quieren poner una piscina hinchable.

Los márgenes de la ciudad. JOSÉ JUAN LUQUE

En la vivienda de enfrente está Manuel, 62 años, desde hace 20 no falta un solo día. «A mí no me gusta la ciudad, prefiero estar alejado». Ha transformado una cuadra, por la que paga 150 euros, en su paraíso, con sus cinco caballos y carruajes, ahora llenos de polvo.

Anochece y llega el olor de unos macarrones. Es la familia de Florina, que lleva en el asentamiento siete años. No se queja por no tener agua ni luz, ni por lo que le cuesta lavar las sábanas. «Vivimos muy bien aquí, no queremos otro sitio». Pocos entran aquí, casi nadie conoce qué ocurre, pero basta pasar una tarde para comprobar que más allá de los estereotipos que arrastran estos lugares, hay gente que vive y es feliz, que no necesita mucho más. A lo lejos, se encienden las luces de la ciudad.

Pedro, entre pollitos, palomas, gatos...

Además de palomas y pollitos, Pedro también cuida a tres perros y cuatro gatos. «¡Bájate de ahí, que estás preñada!», le grita a una. Dice que de mayor le gustaría vivir aquí: «¡Es que esto es muy grande, es gigante!; antes había vacas». No le gusta demasiado el colegio. «Prefiero estar aquí». Su mascota favorita se llama Goku.

Pedro, entre pollitos, palomas, gatos... JOSÉ JUAN LUQUE

Un chalet pagado con chucherías

«Esto es por ellos», reconoce Sonia, señalando a su hijo y a los animales. «Si no es por ellos, estaría en mi casa». El alquiler de esta chabola, o chalet, como le llama el niño, le cuesta 100 euros al mes, que paga gracias al puesto de chucherías y refrescos que ha montado junto a la ventana. Un gato no se separa de las golosinas.

Un chalet pagado con chucherías. JOSÉ JUAN LUQUE

Florica y la búsqueda del nombre

Florica camina feliz de vuelta al asentamiento, acariciando continuamente su barriga. Ya tiene dos hijos, pero ansía una niña, que será lo que llegue. ¿Cómo la vas a llamar? «De momento tenemos que pedir el nombre a los padrinos». ¿Y qué quieres para ella? «Que vaya a su colegio, que trabaje y que tenga salud».

Florica y la búsqueda del nombre. JOSÉ JUAN LUQUE

Un refugio junto a los caballos

El padre de Manuel era carrero: «Con un carro y un mulo transportaba tejares para hacer tejas o botijos». Ahora Manuel sigue haciendo viajes, pero con los turistas, a los que pasea por la Mezquita en los carruajes que guarda en la cuadra que visita todas las tardes. «Me gusta el campo, los caballos, estar alejado de la ciudad». Se queda embelesado ante el mayor, uno blanco, puro, precioso. Le acerca la mano.

Un refugio junto a los caballos JOSÉ JUAN LUQUE

Macarrones para un militar ¿o escritor?

Antes de que oscurezca, la hija de Florina llena un cazo para preparar la cena. En el asentamiento no tienen agua; la traen de cerca del río y la guardan en garrafas. Tampoco luz. «Solo de motor, pero no me importa», reconoce Florina. Aquí es feliz, junto a su marido, su hija y su nieto, de siete años, y al que le gustaría ser militar. «También me encanta escribir», añade. ¿Y lo haces bien? «¡Claro!». Su abuela ríe.

Macarrones para un militar ¿o escritor? JOSÉ JUAN LUQUE