Los cinco chicos esperaban con ansia las cuatro de la tarde, las maletas preparadas, la mente en la playa, en Chipiona, visualizando la boda de un hermano, una tarde con sus padres, un paseo por el barrio… A las dos les dieron la noticia: No podéis iros de permiso. Aún recuerdan a David dando vueltas por los pasillos, desesperado: «¡No es justo, no es justo!».

Los cinco tuvieron que deshacer la maleta y convivir con la incertidumbre y la frustración de no poder disfrutar de aquello que se habían ganado con su buen comportamiento. A la misma hora, mientras volvían a dejar sus enseres en la estantería, la vida cambiaba. El centro de internamiento de menores infractores Medina Azahara, como otros tantos en España, tenía que reinventarse.

Casi tres meses después, los cinco chavales se sientan frente al director, un coordinador, una educadora social y un psicólogo para compartir el recuerdo de aquellos días, lo que vivieron, lo que sufrieron y lo que aprendieron. Durante 90 minutos charlan sin más guion que las inquietudes de unos jóvenes desconcertados y unos profesionales que tuvieron que desprenderse del miedo y derrochar creatividad.

«He vuelto a dejar de dormir», les reconoce el director, Manuel Garramiola. «Hacía muchos años que no dejaba de dormir por el centro, porque es una coraza que o te la creas o no tienes vida». Los jóvenes escuchan con atención y tratan de justificar la reacción inicial que tuvieron. «Al principio no había quien los aguantara», observa Isa, educadora social. «Nos costó entenderlo porque no sabíamos lo que había fuera», reconoce Óscar, que ya ha cumplido los 18.

Varios jóvenes del centro en el borde de la piscina. / JOSÉ JUAN LUQUE

El 10 de marzo fue el inicio de la transformación, cuando los directores de los centros comenzaron a recibir desde la Administración el mensaje de que aquella pandemia pandemiaiba a ser más importante de lo que parecía. En el CIMI Medina Azahara, referencia en la provincia con 70 menores y 150 trabajadores, la primera medida fue drástica: «Cerramos». «¡Yo quiero irme a casa y hacer la cuarentena allí!», continuaba protestando David.

Incertidumbre

«Al principio pensábamos que el virus iba a entrar porque éramos muchos trabajadores y niños, por lo que la primera pregunta fue: ¿Qué hacemos cuando la gente empiece a estar contagiada? -relata Garramiola-. Nos tiramos a la calle en busca de EPI y recabamos todo el material que teníamos». Una consecuencia inmediata fue que algunos trabajadores se dieron de baja, especialmente aquellos que eran de riesgo.

El confinamiento provocó que el centro no dispusiera del principal estímulo para los chicos: las salidas. «Cómo sujetas a 70 menores sin salir y sin que nuestro sistema de refuerzos valga, ya que es un sistema progresivo, en el que la salida a la calle tiene un valor muy importante, quizá el más importante de todos, porque por muchas cosas que pongamos en el centro, el objetivo de todos es salir a la calle. Había que montar un sistema de refuerzos distinto al que teníamos», remarca Garramiola. Por eso, se aumentaron los contactos telefónicos con los familiares, las videollamadas y el acceso a redes sociales, algo que nunca se había permitido. Les brindaron diez minutos al día -ampliable a quince el fin de semana- siempre que no perdieran su crédito diario; los autónomos (chicos que viven en la zona con más privilegios) disfrutaban de una hora. «Eso rompió barreras, ya que el uso del móvil estaba en nuestra cabeza, pero no nos atrevíamos a implantarlo, y esto ha hecho que rompiéramos la barrera porque había que priorizar que ellos estuvieran bien», anota el director. Otros refuerzos fueron más básicos, como darles chucherías o refrescos el fin de semana.

Un joven trabaja en el escritorio de su habitación. / JOSÉ JUAN LUQUE

Paralelamente, se originó un gran movimiento con la creación y difusión de vídeos que hacían los propios menores. «¡Orgullo de todos los compañeros que estos días combaten el virus desde la primera línea!», comenzaba recitando Óscar con un altavoz en la mano, mientras el resto de compañeros aplaudía desde sus ventanas. Aquellos gestos llegaron a jueces y fiscales, que a su vez enviaron cartas de ánimo a los chicos, explicándoles que tendrían en cuenta su comportamiento para rebajar sus medidas. «Generasteis un movimiento que luego ha vuelto hacia vosotros», les insiste el director.

Otra pata fundamental del engranaje eran las familias, que desde el primer momento entendieron que lo mejor para los menores era que permanecieran en el centro, como les cuenta Carlos, uno de los psicólogos, a los chicos. «Era una especie de alivio porque teneros a vosotros en casa hubiera sido difícil, no hay manera de sujetaros. Y por vuestra parte empezasteis a tener contacto con el exterior y visteis que casi había más libertad dentro que fuera. Aquí seguisteis con vuestro deporte, con vuestras clases, con actividades nuevas…».

En estos meses de aislamiento general, paradójicamente, el centro ha estado más abierto al exterior que en ninguna otra época. «Llevo 14 años y ninguna familia ha entrado en la habitación de un chico y, sin embargo, hemos llevado las habitaciones de los menores a toda España», reconoce Isa. «Las familias reaccionaron en su mayoría de forma positiva», añade Carlos. Hubo casos sobrecogedores, como el de un muchacho que logró contactar con su madre después de cinco años sin saber de ella. «Ella pensaba que estaba muerto y se ha enterado de que estaba vivo gracias al confinamiento y a las redes sociales», apunta Javi, uno de los coordinadores.

Las intervenciones de los educadores sociales también se han visto alteradas. «Nuestra fuerza está en sentarnos con vosotros, charlar, tocar… El centro tiene una parte de emotividad que es necesaria y esencial para nuestro proyecto educativo», les subraya Garramiola. «Y tuvimos que pasar de abrazaros y besaros al daros las buenas noches, a pediros que no nos tocarais, a mantener distancia, y eso fue súper difícil, fue lo peor», les reconoce Isa, quien muchas veces abandonaba el hogar llorando. «¡Es que necesitan un abrazo!». Noel lo corrobora. «Yo tengo un educador que es como mi padre, y que de buenas a primeras me tenga que dar el codo… ¿Pero qué estamos haciendo? ¿Por qué? ¿Por qué nos quitan nuestro abrazo?».

Otro momento de relax, con los pies en el agua. / JOSÉ JUAN LUQUE

Pese a las dificultades, el clima poco a poco se fue relajando, a lo que ayudó el hecho de que uno de los hogares se medicalizara por si había algún contagio. «El centro ha funcionado mejor que nunca, vuestras caras, las de los trabajadores… nunca las había visto con esa relajación y felicidad». Atrás quedaron los días en que los menores tenían que asomarse a la ventana para comprobar que la Guardia Civil estaba haciendo un control en la rotonda del Decathlon, o aquellos telediarios en los que intentaban entender qué era la curva, la pandemia, las muertes. Ahora, los problemas empiezan a ser más mundanos. «¡Yo quiero jugar ya al fútbol, que me estoy poniendo gordo!», bromea Kamal. «¡Podíais traer un saco de boxeo!», reclama Noel. Alex se conforma con salir a correr un ratito. «¡Compradle una cinta al chaval, que eso es barato!».

La reunión se disuelve entre risas. Los jóvenes enseñan el centro al fotógrafo. Se detienen ante un árbol, cogen ciruelas, las lavan en una fuente y se las comen. Muestran los pimientos del huerto y al llegar a la piscina se quedan en el borde, contemplando la sierra, seguramente imaginando la playa, la boda, la tarde con el hermano, con papá y con mamá. Chapotean con los pies, convencidos de que salen de este confinamiento con más cariño que regalar.