Es seis de julio de 1945. Los poetas Juan Bernier y Ricardo Molina suben a la azotea de la casa de un sacerdote amigo de ambos llamado Alfonso. Bernier describiría después en su diario una escena de aquellas que ahora nos remiten a la felicidad: pasar un rato con los amigos viendo cómo avanza la tarde sin nada que hacer especialmente importante, como cuando deambulábamos por el barrio con las bicicletas, como cuando nos sentábamos en un banco a comer pipas y compartir una litrona, algo que desgraciadamente desapareció de nuestras rutinas mucho antes de que lo prohibiera el estado de alarma por el coronavirus.

En aquella azotea, en una noche «meridional» en la que «Córdoba es una ciudad sin luna de Argel, de limpias terrazas coronadas por palmeras, patios de oscuro verdor, lejanías de sombras indiscretas, luces bajo un cielo de viento dulce», los poetas disfrutan de la calidez del aire de verano y del vino de Montilla, que beben juntos. En un preciso momento, el abate amigo, «saca algo deforme, inmenso, que al punto no sabíamos lo que era», dice Bernier. Unos gemelos que provocan la carcajada de ambos. «Tienen su utilidad», dice el cura, que define la noche como un «espectáculo». El voyeur anima a sus amigos a mirar «aquella habitación encendida» en la que un hombre y una mujer y un niño «se abrazan y se besan todas las noches». Bernier toma los prismáticos, mira «atentamente» y no ve nada.

«Observatorio humano»

El poeta escribiría en su diario acerca de la «lujuria encerrada en este clérigo latinista, para el que la noche espléndida no debe ser sino un atisbar de desnudos humanos sorprendidos en la intimidad de posturas voluptuosas»; y reconoce que a él también le atrae ese «observatorio humano» en el que «cada luz lejana cobra vida».

Las «azoteas, torres, ventanas, galerías» que Bernier observa junto a su amigo Ricardo Molina y al cura Alfonso, siguen siendo las mismas que ahora, 75 años después, se han convertido en la epidermis de nuestros sentidos. Nuestros cuerpos, privados del contacto con otros seres iguales, pelean por ir un paso más allá, una planta más alta, a pesar de las prohibiciones, permitiéndonos el sueño de creernos más libres para convencernos de que aquí no ha ocurrido nada. O simplemente porque el gusto de proyectar la mirada hacia el horizonte nos hace creer que podríamos llegar más lejos. La operación que hace el ojo humano cuando observa algo es una maniobra de réplica de la realidad. Miramos y copiamos lo mirado, como si lo grabásemos en el disco duro que es nuestra memoria. La ayuda de un catalejo o de una cámara de fotos como la de Francisco González, autor de las fotos que acompañan este texto, nos convierte en una especie de cíborg con nuestras capacidades incrementadas para el disfrute. El teleobjetivo nos lleva más lejos aún y viajar, aunque sea así, nos hace crecer.

El que «aquellos mismos que desde aquí vemos» ignoren que los estamos observando (léase copiando) suma interés al asunto y los poetas y el cura reflexionan sobre ello y sobre el chisme: «principio y base de la novela».

Miremos. El hombre que compró las plantas en el vivero para decorar una terraza en la que ahora corre, con sus zapatillas y sus calcetines de deporte y su pantalón de deporte, y sus brazos flexionados sobre el pecho como cuando uno sale a hacer running. La señora que hace ejercicio en una bicicleta estática, de esas que antes estaban arrumbadas en los trasteros y han revivido hasta agotarse en las grandes superficies. Rodeada de pinzas de colores, como banderines de feria, con jersey naranja a juego con el chándal, también naranja, y los ojos cerrados dando la espalda a los nubarrones que amenazan lluvia. O el hombre que lee las últimas noticias del coronavirus en el diario. O las mujeres que sonríen mientras cuelgan de los alambres sábanas de flores y rayas, pantalones, jerseys y toallas y dejan caer sus sombras sobre la solería maltratada durante años por el sol y el frío. Cuando esto pase habrá que hacer muchas cosas, entre otras repensar el uso que le damos a las azoteas, muchas de ellas infrautilizadas, pues su condición de comunitarias las empuja a un limbo injusto, quedando privados nosotros de la oportunidad de mirar la ciudad desde su privilegiado punto de vista.

Entender la ciudad

El poema que preside esta página es inédito, lo firma el poeta Juan Antonio Bernier, que editó en Pretextos el diario del poeta de Cántico, su tío abuelo, cuya lectura -no lo duden si tienen tiempo ahora- permite entender mejor la ciudad de Córdoba. Aunque el poeta Pablo García Baena siempre decía que no había que tomar al pie de la letra lo que allí quedó escrito, el que Bernier no viera aquella noche nada a través de los gemelos de su amigo el cura no quiere decir que no hubiera nada que ver al otro lado. Bernier, el poeta de Cántico, terminaba ese fragmento diciendo que estaba pensando escribir un libro «sobre la vida secreta de la ciudad», pero ocultó que ya llevaba ocho años haciéndolo. «Desde luego, yo sé muchas cosas», dijo, y, como cuando miramos la realidad la deformamos, las cosas que creyó saber Bernier, son las mismas que ahora nosotros creemos saber y defendemos visceralmente en ocaciones. Todo es subjetivo, también esto último. Este poema, llamado Corona, encierra en catorce versos más contenido que los dieciséis gigas de memoria que han sido ocupados en nuestros teléfonos móviles durante estos días de confinamiento. Mirar al sol para atisbar la posibilidad de un mundo sin nosotros nos obliga a pensar cómo queremos que sea el futuro tras la pandemia, sin darnos más importancia de la que tiene un ave o una nube, asiéndonos al deseo de antes para construir el después.

Una mujer se ejercita en una bicicleta en la azotea. Foto: FRANCISCO GONZÁLEZ

Las azoteas, vistas y espacio para tender. Foto: FRANCISCO GONZÁLEZ