Lorenzo tiene ahora 25 años y vive en Madrid, donde además de trabajar cursa por la UNED las últimas asignaturas que le quedan para completar el grado de Psicología. El episodio de acoso escolar que sufrió en su infancia le ha marcado hasta el punto de que eligió ser psicólogo con la idea de intentar ayudar a otras personas. Aunque han pasado muchos años, aún tiene presente el recuerdo de esa sensación de «miedo e indefensión» con la que acudía al colegio. «Yo era pequeño y había mucha gente que no me aceptaba, era amanerado y me gritaban maricón, me pegaban a diario, me tiraban basura, una vez hicieron un corrillo y me patearon en grupo... pero cuando no tienes aún formada tu personalidad, piensas que el problema eres tú, que eso te pasa porque no encajas». Pese al sufrimiento que le acompañaba, durante un tiempo no dijo nada en casa «porque me sentía humillado y me daba tanta vergüenza», explica, «hasta que un día mi madre me vio unos moratones, me preguntó, ahí me derrumbé llorando». Las collejas, las agresiones físicas, las amenazas, los insultos eran el día a día de Lorenzo. Pese a las quejas de su madre, el centro no tomó medidas disciplinarias con los menores. «Me cambiaron de clase y me pusieron de compañero a un repetidor y aquello fue peor», recuerda, «a una profesora se le ocurrió decir en clase que quien hablara conmigo tendría un positivo y quien me tratara mal un negativo, solo hubo un profesor que me escuchó, pero no hizo nada, y la orientadora, que en esos días pensaba que me entendía un poco, aunque su único consejo era que me defendiera». El proceso judicial fue muy duro para un niño de esa edad. «Recuerdo cuando el fiscal de menores me llamó a declarar, yo era un crío, ahí me harté de llorar, lo pasé muy mal, me pedía un nivel de concreción de los hechos que yo no tenía, quería horas, días de insultos, de agresiones concretas y no era capaz de recordar con tanta precisión porque no son cosas que uno anote en su agenda, pero al no poder responder aquello me hacía sentir como que mentía», comenta sincero.

El efecto inmediato del acoso fue «hacerme introvertido a niveles extremos, me daba vergüenza salir a comprar el pan, cualquier cosa, sentía mucho miedo y mucha ansiedad al hablar con la gente y salir de eso me costó mucho esfuerzo», asegura, «el tiempo que estuve en ese instituto, ir a clase me encogía el estómago, me descomponía físicamente». Para superar esos traumas tuvo que asistir a terapia en la USMI de Los Morales, donde le ayudaron a reconciliarse con el mundo y consigo mismo. «Ahora, aún me sorprendo en ocasiones cuando se me acerca un niño de esa edad, de doce o trece años, y siento un escalofrío», explica, «también me ha costado años dejar de sentir que lo que pasaba era culpa mía por no ser como los demás».

Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, Lorenzo dice convencido que puede llegar a entender que unos críos rechacen lo que les parece diferente. «En la primera etapa de desarrollo los niños son muy parecidos y cuando algo se diferencia es normal que les llame la atención y discriminen lo que no es igual a ellos», afirma, «ahora lo sé porque he estudiado este tipo de cosas», pero lo que no puede entender es que «el centro, los profesores no intentaran corregir ese comportamiento, que miraran a otro lado, que ellos, que son tu referente en un centro escolar, no hicieran nada para evitar que un niño pasara por eso». La vida de Lorenzo dio un vuelco cuando se fue de Córdoba, primero a Huelva, luego a Lisboa y ahora a Madrid. «Ahora estoy buscando mi lugar en el mundo, pero después de mucho tiempo eso quedó atrás», explica. No siente rencor, pero asegura que en su día echó en falta que alguien le pidiera perdón por lo ocurrido. Ni los alumnos, ni los padres, ni los profesores se disculparon nunca con él. «Quizás eso es lo que más necesitaba en ese momento, el reconocimiento de que yo no era culpable de nada». La sentencia del TSJA viene a cerrar ese episodio de su vida 13 años después. «Por fin».