Carlos Clementson es un poeta distinto y un hombre singular. Tanto que ni teléfono tiene en su casa, y no digamos ya móvil. Ajeno a las modas literarias y a las otras --no hay más que ver sus corbatas, a veces condecoradas con nobles lamparones--, alguna vez ha dicho que no hay que estar a la última sino a la eternidad. Y en esa labor de trascendencia se empeña a diario como una hormiga silenciosa, sin más pretensiones que las del culto a la palabra y ver toda su obra publicada. Una empresa harto ambiciosa, puesto que para este tipo que te mira tras los cristales de las gafas como si lo hubieras pillado haciendo alguna travesura vivir es escribir. Y más ahora, apartado de placeres epicúreos --lo que le ha quitado alegría y le ha dado kilos de más-- y encerrado con un solo juguete, la poesía.