NACE EN ENCINAS REALES.

TRAYECTORIA ESTUDIO DISEÑO DE MODA Y TRABAJO EN LA ALTA COSTURA PARISINA. A SU VUELTA DE FRANCIA MONTO LA GALERIA 'ARC EN CIEL'.

Su nombre es Teresa Prieto Crespo, pero hasta ella misma olvida a veces que se llama así y no Maite Béjar, que es como se la conoce desde que, recién casada, emigró a Francia con su marido y adoptó el apellido de este siguiendo las leyes galas. Pero su larga estancia en París no solo cambió el nombre de esta mujer de voz suave y empuje tan desbordante que se le escapa en chiribitas por los ojos. En realidad le cambió la existencia, pues le aportó cosmopolitismo, joie de vibre --o sea, una pasión por la vida que no la ha abandonado ni ante las mayores decepciones-- y una pátina artística que la llevó a poner en marcha una galería de vanguardia en cuanto volvió a Córdoba, entonces una ciudad que se abría a la libertad y las novedades de la Transición.

Ha llovido mucho desde aquellos primeros ochenta; Arc en ciel , la galería que Maite Béjar montó en su misma casa de la calle Alonso de Burgos, donde ahora me recibe con una humeante taza de té "contra el frío de esta mañana", es ya historia. Pero ella, que por coquetería no dice la edad pero está lejos de ser aquella joven parecida a la morena de la copla que se instaló en el Barrio Latino de París, conserva cierto aire bohemio en el vestir y una forma de ser entre atrevida y naif. Y, sobre todo, mantiene las ganas de dinamizar la cultura cordobesa. Su última iniciativa es una tertulia mensual que llama Punto de Encuentro Maite Béjar, con la que trata de romper la línea que separa a los artistas veteranos de los jóvenes, quienes según ella "van por libre y no quieren saber nada de nadie".

--¿Cómo ve el pulso cultural de Córdoba?

--Yo lo veo bien, pero creo que no motiva lo suficiente a la gente. Cuando voy a una exposición de cualquier artista echo de menos la presencia de otros pintores, salvo excepciones como la de Antonio Bujalance, que es un pintor y un hombre maravilloso y va a todas. Yo no hablo de rivalidades, porque la pintura es un abanico donde cabe todo, pero sí creo que los pintores deberían quererse más unos a otros, ser más solidarios, y al mismo tiempo apoyar más una galería con su presencia.

--¿A usted de dónde le viene la inquietud por el mundo del arte? ¿Se respiraba en su familia?

--No, no. En mi familia eran labradores, tenían sus tierras. Mi madre era de Benamejí, mi padre de Encinas Reales, y en este pueblo se quedaron muchos años tras casarse. La tierra da mucho trabajo, pero es divina. Gracias a Dios no nos faltó de nada, y eso que mi madre tuvo 21 hijos. Yo fui la penúltima, y tenía tres meses cuando la familia se trasladó a Puente Genil.

--¿Ha dicho usted 21 hijos? Eso sí que es una gran familia...

--Pues sí. 20 nacimos en aquella casa de Encinas Reales, que era grandísima. Cómo sería de grande que en su solar levantaron después tres casas. Estaba en la calle Corona, y tenía un patio enorme y un pozo al que todo el mundo iba a por agua.

--Pues con 20 hermanos no se aburriría usted nunca. ¿Cómo se organizaban en la casa?

--No, todos no vivieron. Sobrevivimos seis, los tres mayores y los tres últimos. Por lo que me han contado mis hermanas, en la casa de mis padres estaban siempre dando chocolates, porque cuando se moría un bebé, como iba al cielo, en aquella época se invitaba a la gente a chocolate.

--¿En Puente Genil siguieron sus padres cultivando sus propias tierras?

--No, vivían de sus rentas. No eran ya labradores pero sí seguía siéndolo la familia que se había quedado en Encinas Reales. Cuando la posguerra, que en Puente Genil no había de nada, cogía mi padre un caballo campo a través, iba a su pueblo y nos traía de todo. Cuando mi padre quiso vender para irnos a Puente Genil, mi padrino --bueno, mío y de mis hermanos, porque él, que era hermano de mi padre, y su mujer nos bautizaron a todos-- le compró todos los bienes para que se quedaran en la familia.

Maite Béjar recuerda su infancia como si la hubiera vivido ayer. Y es que a pesar de haberse esforzado en ir siempre a la última, subida la primera en el carro de la modernidad, es mujer de sentimientos a flor de piel que no renuncia al pasado. Se nota incluso en la decoración de su casa, donde la vanguardia europea convive en armonía desde las paredes con muebles de época, y estos a su vez con una cocina en rojo de diseño a la última que se integra en el salón. "En Puente Genil vivíamos en la

calle Gradilla, que en realidad se llama Lemonier, por un ingeniero francés que fue allí a montar la fábrica de harina --dice en un español al que de vez en cuando le cuela una palabra francesa--. Teníamos una casa con dos patios que mi hermana Trini, la tercera, mantenía preciosa. Mi madre también era muy primorosa. Se ve que tenía las mismas inquietudes que yo he tenido, y en aquella época se atrevió a poner un taller de costura. Tenía muchísimas niñas cosiendo. Mi madre hacía unos sombreros preciosos, era muy creativa. Y luego la siguió mi hermana Dolores, que tenía el don de cortar los vestidos sin usar el metro".

--¿Cómo era el Puente Genil de entonces?

--Muy bonito. Había muchas huertas, muchas fábricas de carne membrillo y la fábrica de harina, ya desaparecida, que estaba en un edificio precioso del siglo XIX. A mí me gustó muchísimo vivir en Puente Genil. Nos dejaban jugar en la calle, lo único que me decían mis padres era que cuando se hiciera de noche tenía que volver a casa. Cuando mi padre volvía del casino, a falta de dos o tres casas para llegar a la mía empezaba a toser, y mi hermano y yo salíamos corriendo a darle un beso.

--¿Había mucha diferencia entre los ricos y los pobres?

--Si la había yo no me daba cuenta. Pero es verdad que en Puente Genil al pasar el río era otra historia, otro nivel, más humilde. Ahora por suerte se ha perdido esa imagen.

--¿Se acuerda de su escuela?

--Era un espacio grande sin ninguna comodidad. Y como en todas las escuelas había que cantar primero el Cara al Sol y rezar el Padre Nuestro, cosa que me encantaba porque, como mi madre, he sido siempre muy piadosa. Las clases eran muy flojitas, siempre me digo que tenía que haber aprendido más. Recuerdo a una maestra de parvulitos muy linda, doña Julia. Y luego en Primaria tuve de maestra a doña Pepita, que se venía a Córdoba los fines de semana y mi amiga Araceli y yo íbamos a despedirla a la estación.

--¿Fueron muy trágicos los años de la guerra en Puente Genil?

--Fueron muy movidos. Yo era muy pequeña, pero recuerdo que mis padres eran muy amigos de la familia de Juan Rejano, el poeta, y en el sótano de su casa nos refugiábamos cuando había bombardeos. Llegábamos allí a través de una casa lindante a la nuestra gracias a que mi padre echó abajo el muro del segundo patio para poder acceder a ella. Una vez, estando en aquella casa, vi cómo se llevaban a un muchacho; poco después pidieron a sus hermanas que llevaran una sábana para cubrir su cadáver --cuenta con las lágrimas saltadas--. Recuerdo también que dos casas arriba de la mía había un molino de aceituna y la Falange se apoderó de él para poner un cuartel.

Circunstancias familiares --la pérdida de sus padres con año y medio de diferencia y el cierre de la casa--, hicieron que la joven de ojazos negros y cierto aire de actriz de cine que se asoma a las fotos antiguas se mudara a la capital para vivir con su hermana Trini. Empezaba así una nueva vida a la que, dice, le costó trabajo adaptarse. "Fue muy duro perder a mis padres, pero con 18 años fui con una amiga a Educación y Descanso para aprender a bailar las sevillanas --añade alegrándosele la cara-- y allí conocí a Rafael Béjar, el que luego fue mi marido".

--¿Le deslumbró la ciudad a aquella chica de pueblo? ¿Qué Córdoba se encontró?

--Una ciudad muy bonita. Me iba con mi novio a La Primera del Brillante a merendar y con poquita cosa éramos felices. Había sitios preciosos, como la cafetería California, en la calle Concepción; Dunia, en el Gran Capitán... Me encantaba entrar al patio del Hotel Simón, lo que hoy es el Banco BBVA, con unos sillones preciosos de principios de siglo. También me gustaba ir al cine de verano del Duque de Rivas, que tenía una terraza muy bonita. Se me ha quedado muy en mente todo lo que había en el Gran Capitán; donde está Cajasur, haciendo esquina con Ronda de los Tejares, había una Oficina de Turismo. Y aquí, en la esquina de esta calle con Los Tejares estaba el Hotel Regina, que tenía un jardín precioso. Era una ciudad con mucho encanto.

--¿Se ha perdido ese encanto?

--Córdoba ha perdido buena parte de su personalidad, pero yo no la cambio por nada. Ni siquiera por París, donde viví 20 años.

--Antes de que hablemos de París cuénteme por qué le dio por estudiar diseño de moda. ¿No le bastaba con ser modista como su madre?

--La verdad es que no sé si tenía vocación, pero algo había que hacer. Estudié tres años de patronaje y diseño con Josefina Cuevas, una modista de alta costura que tenía su taller en la calle San Eulogio, al lado del horno del Portillo. Al mismo nivel estaba el taller de Antoñita Bernier, junto

a San Hipólito. Aprendí mucho, y aunque nunca cosí para la calle, en París me hacía unos trajes estupendos. Cuando volvía y visitaba a mi maestra me los alababa mucho y yo le decía: "Josefina, alfileres y plancha".

Poco podía imaginarse aquella joven que todavía respondía al nombre de Teresa Prieto lo que sería su realidad al poco tiempo, cuando, en 1960 --cuatro meses después de casarse con un joyero inclinado a la gestión artística y pintor él mismo-- el matrimonio decide hacer las Américas en París. Y es que los conocimientos de diseño adquiridos en Córdoba le abrieron las puertas del mismísimoatelier del modisto español Balenciaga, ya convertida por las leyes francesas en Maite Béjar para siempre. "Allí trabajé dos temporadas --recuerda--, hasta que, cuando tuve al segundo de mis cuatro hijos, salí para aprender a restaurar tapicerías antiguas, cosa que hacía en casa".

--¿Cómo era Balenciaga en la distancia corta?

--Era muy recto. Muy alto y delgado. Yo formaba parte de un amplio equipo de diseñadores. Allí había cajitas con todo, botones de todas las clases, cintas, perlas... Fíjate si Balenciaga estaba bien valorado que me pasó una anécdota curiosísima. Yo tenía inquietudes, ya hablaba bien francés y, como quería prosperar en la moda, al año pedí empleo en la casa Christian Dior. Me recibió una señora de unos 70 años elegantísima, y cuando le dije que trabajaba en Balenciaga me respondió: "Bueno, bueno, confórmese porque está muy bien donde está".

--Ya veo que no le resultó espinosa la aventura parisina.

--Calamidades no pasamos, porque al haber sido joyero Rafael teníamos bienes. El era muy aventurero y no lo dejaban en su casa serlo, así que cuando nos casamos me dijo: "Niña, ¿qué te parece si nos vamos a París?". Y como estaba muy enamorada --no sabes el trabajo que luego me costó desenamorarme-- y mi mundo era él, le dije que sí. Entonces mi marido no tenía claro lo de la pintura, lo que quería era cantar. De hecho en Córdoba había estado cantando por Jorge Sepúlveda con los hermanos Conde. Bueno, pues ya en París quiso un magnetofón y fuimos a comprarlo a un sitio llevado por un matrimonio que nos cogió un cariño loco. Hablando mucho con ellos aprendimos francés, y nos prestaron un apartamento para vivir hasta que unos amigos suyos nos buscaron otro piso en el Barrio Latino. Mi marido encontró una galería (Tarica , de un judío sefardí que lanzó a muchos artistas de vanguardia) y la ha llevado más de 30 años. Nos fue fácil introducirnos en el mundo artístico.

--¿Vivieron ustedes los aires de libertad del Mayo del 68?

--Aquello era digno de verse. Los estudiantes levantaban los adoquines del Boulevar San Germain y los vendían a un franco. A mí la política no me interesaba, pero a mi marido sí, y nos íbamos delante del Teatro Odeón a escuchar los mítines. Pero a mí no fue el Mayo del 68 lo que me abrió los ojos sino la libertad que vi nada más llegar en el pueblo, podían decir y escribir lo que querían. Aquí en España, cuando por fin hubo libertad, muchos la confundieron con el libertinaje.

--Sí, los franceses tienen fama de libres, pero también de xenófobos.

--No me sentí tratada como emigrante, pero sí les daba coraje de que nosotros tuviéramos un piso como cualquier francés, grande y bonito. Había mucho racismo, por eso nosotros, que en casa hablábamos siempre español, en la calle seguíamos hablando en francés. Pero nos fue bien.

--Sin embargo, a pesar de lo asentados que estaban, en 1981 regresan a Córdoba ¿Por qué?

--Veníamos todos los años a veranear en Los Boliches y a los niños cada vez les costaba más dejar a los amigos. Decidimos venirnos toda la familia pero dejamos casa puesta por si los chicos no se adaptaban. Entonces mi marido me dijo que volvía a París por seis meses, y hasta ahora. Luego los hijos se fueron a estudiar fuera, dos de ellos a París.

Y ella se quedó en Córdoba, desencantada en lo personal pero llena de proyectos profesionales. El principal fue la galería de arte que, con sugerente nombre francés, Arc en Ciel , montó en 1982 en su propia casa, en este mismo salón donde ahora Maite Béjar desgrana recuerdos al calor de una taza de té.

--Volvió tan llena e inquietudes que hasta se metió en política.

--Sí, me llamaron del CDS para ir en la lista de las municipales del 83 y aquello me resultó una experiencia agradable. Yo soy de centro, me gusta el equilibrio en política y en todo. Nunca di mítines ni nada de eso, soy muy tímida para hablar en público, pero fue una época muy bonita.

--Entonces había ilusión, ¿se ha perdido?

--Yo no la pierdo nunca, siempre tengo ideas en mente. Cerré la galería dos años para poner una tienda de ropa y otras cositas, algunas traídas de París. Aquello fue tan bien que me hice fabricante. Hacíamos pijamas de corazones e hipopótamos que conoce toda Córdoba.

--¿Qué le pide ahora a la vida?

--Le pido seguir como estoy, con muchas ganas de hacer cosas.