Tras el dispositivo en el que lee estas líneas hay un sistema eléctrico que funciona en gran medida con quema de carbón, gas u otros combustibles fósiles. Si sostiene un periódico, ha sido impreso utilizando electricidad con el mismo origen. Mire a su alrededor: comprobará que casi todos los objetos y procesos en marcha demandan energía o la han requerido en su producción.

A día de hoy, un 40% de la electricidad en España se genera con fuentes que emiten dióxido de carbono, según datos de Red Eléctrica de 2019. Además, la dependencia del petróleo y el gas natural para transporte y climatización sigue siendo enorme. El resultado: al principio de la cadena que activa casi todas nuestras actividades cotidianas hay una chimenea o un tubo de escape que lanza a la atmósfera carbono inorgánico y otros derivados tras quemar el combustible sólido, gaseoso o líquido que lo contenía.

Huella de carbono

En los 90 se acuñó el término ‘huella de carbono’ para representar, en forma de emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), la contribución al calentamiento del planeta que genera cualquier actividad económica. «Es un indicador creado para medir la cantidad de gases que emite un particular, una empresa o un sector productivo en su funcionamiento. Se habla de emisión directa, la que realmente se emite, e indirecta, aquella que es necesario que emitan otras entidades para llevar a cabo un proceso», explica Jorge Olcina, catedrático de Geografía de la Universidad de Alicante y experto en climatología.

La complejidad de establecer la huella de carbono en su sentido original, es decir, medir cuántas toneladas de CO2 emite de forma directa e indirecta un producto o proceso durante su fabricación, vida útil y eliminación, ha quedado desplazada por una visión de la huella de carbono como la medición periódica de las emisiones directas de GEI. Es una metodología que se aplica en los registros anuales de contaminación de países, instituciones y empresas, conocidos como inventarios de carbono. Sin embargo, el concepto de huella de carbono «está mucho más ligado al análisis de ciclo de vida que a los inventarios de emisiones, es algo mucho más amplio», matiza Juan Manuel de Andrés, profesor de Química Industrial y Medio Ambiente de la Universidad Politécnica de Madrid. En todo caso, De Andrés, quien ha participado en la elaboración y análisis de registros públicos de este tipo de contaminación, señala que «existen métodos basados en el consumo de un hogar o una ciudad que se aproximan más al concepto original que los basados en la producción», de uso común en los medios.

La huella de carbono comparte unidad de unidad de medida con el cálculo de emisiones, la tonelada equivalente de CO2. El dióxido de carbono es el elemento presente en el 83,3% de las emisiones registradas en España en 2018, según datos del INE. Sin embargo, existen otros gases de efecto invernadero muy presentes en nuestra economía, como el metano (CH4), procedente en su mayor parte de actividades agrícolas y de suministro de energía, y el óxido nitroso (N2O), también ligado al uso de fertilizantes agrícolas. El potencial de calentamiento de estos gases, los GEI más abundantes, se traduce en volúmenes equivalentes de CO2 para medir su impacto.

Demasiado CO2

El dióxido de carbono se genera y absorbe de forma natural en los ecosistemas, especialmente en masas forestales y aguas oceánicas frías, y es gracias a su capacidad de retener la radiación solar que refleja la superficie terrestre que las temperaturas del planeta son lo bastante altas como para propiciar la vida. Sin embargo, los procesos industriales han aumentado la concentración de GEI a mayor ritmo del que pueden absorber los sumideros naturales, con el consecuente aumento de temperatura y desequilibrio climático.

A principios de los 90, se creó la Convención Marco de las Naciones Unidades para el Cambio Climático (CMNUCC), con la finalidad específica de reducir las emisiones de GEI y coordinar a los países firmantes mediante cumbres anuales. En 1997, el Protocolo de Kioto sentó las bases para la descarbonización, pero no fue hasta 2015 que la Conferencia de Partes (COP) de la Convención celebrada en París logró un compromiso global vinculante: no superar los 2 grados centígrados de aumento y luchar por mantenerlo por debajo de 1,5.

Kioto estructuró el problema de las emisiones y facilitó que las legislaciones nacionales articularan reglas para atajarlo. Del protocolo emanan tanto la obligación de los firmantes (195 del Acuerdo de París) de registrar anualmente sus emisiones de GEI en inventarios como los tres instrumentos para contrarrestar el impacto atmosférico industrial. Estas medidas son el comercio de derechos de emisión, que permite comprar y vender cupos de contaminación, y los mecanismos de compensación de huella de carbono y de implementación conjunta de soluciones.

Los dos últimos proponen a empresas y gobiernos subsanar el perjuicio causado sufragando nuevos sumideros o bien cooperando en proyectos que contribuyan a la descarbonización de países menos desarrollados. «Los mecanismos de compensación funcionan porque la atmósfera circula y cuando emites una tonelada de CO2 en España la puedes contrarrestar con un árbol en la selva amazónica o un bosque en el Pirineo», explica Laurent Sainctavit, responsable de los proyectos de compensación CeroCO2 de Ecodes.

En 2019, las economías avanzadas y el resto del mundo expelieron a la atmósfera 33.000 millones de toneladas de CO2 equivalentes, según la Agencia Internacional de la Energía. Es un 62,4% más que las registradas en 1990, año de referencia para la CMNUCC y sobre el que se establecen los objetivos de recorte. Olcina cree que las medidas «no han servido de nada para la reducción de emisiones», sino que, al contrario, «ha permitido que países muy emisores sigan emitiendo, porque han podido comprar derechos de emisión a otros países».

Emisiones en España

«Se suele discriminar entre emisiones fijas y difusas. Cada país tiene su plan nacional de asignación de emisiones, donde se dan derechos a las empresas con el objetivo final de reducir las emisiones fijas», señala Fernando Prieto, director del Observatorio de la Sostenibilidad. La legislación en nuestro país es estricta con la contaminación fija, aquella que procede de plantas de generación de energía, el sector químico o el de los materiales de construcción. Desde 2005, tienen obligación de registrar su contaminación y de emitir por debajo de un techo, medido en toneladas equivalentes. Desde hace una década, participan a través de esta norma en el mercado europeo de bonos de carbono. «El segundo tipo de emisiones, las difusas, corresponde al sector de la edificación y el transporte, y suelen depender mucho más del comportamiento individual de pequeñas empresas, corporaciones locales e incluso de los ciudadanos», explica Prieto.

En 2018, las emisiones tanto fijas como difusas que se produjeron dentro de nuestras fronteras sumaron 340,7 millones de toneladas. Es alrededor de un 20% más de las que registró en 1990.

Pese a la lentitud de nuestra descarbonización, la huella en emisiones directas per cápita de los españoles queda por debajo de la de muchos ciudadanos europeos, cuya actividad empresarial y estilo de vida tiene más impacto relativo en la atmósfera. En 2018, según la Comisión Europea, cada ciudadano de nuestro país emitió 7,5 toneladas equivalentes de CO2, es decir, 1,2 menos que la media de los 27. «España tiene un objetivo claro marcado por la UE: una economía descarbonizada para 2050. Esto significa una reducción del 80% de sus actuales emisiones. Es un reto muy importante que debemos cumplir como país», señala Olcina.