Asegura el viejo dicho taurino que, a la hora de matar a los toros, «a quien no hace la cruz se lo lleva el diablo». Pero ayer en Pamplona, más que Satán quien mandó en la plaza monumental debió ser el famoso capotillo de San Fermín para evitar, al menos, que Román resultara herido de tanta consideración como pareció en el mismo momento en que estoqueaba a su primer toro. Y es que el valenciano, una vez que lidió sin gran brillo al muy serio y áspero toro de Cebada Gago, cometió el error de rematar su faena con unas manoletinas de manos muy altas que no hicieron sino acrecentar la tendencia del bicho a echar la cara arriba, algo especialmente desaconsejado cuando unos instantes después el torero ha de entrar a matar.

Y así sucedió que el cinqueño, avisado ya, esperó a Román con la cabeza alta cuando le atacaba con la espada y, sin esfuerzo, le prendió por el pecho de manera escalofriante, provocando al público la sensación de estar viendo un gravísimo percance. Pero lo que ocurrió, en cambio, es que Román había logrado enterrar el acero por todo el hoyo de las agujas, haciendo que el toro se desplomara delante de él cuando, zafado y afortunadamente ileso, volvió envalentonado a la cara de su enemigo despojado de la chaquetilla.

Aunque no iba a ser éste el único gesto épico de Román que, en su debut en Pamplona, decidió zafarse también de los médicos que le trataron de policontusiones en la enfermería para salir a enfrentarse, bajo su responsabilidad, con el mostrencón de 630 kilos que había herido a tres corredores a las ocho de la mañana. Con todo, y pese a su voluntad, Román no pudo sacar mucho más de un animal mansón y frenando, con el que se desenvolvió con poca convicción pero, a cuya muerte, la afición navarra le agradeció el gesto.

Muy por encima de su lote estuvo el sevillano Javier Jiménez, que volvía a Pamplona tras su valiente actuación del 2016, cuando resultó herido de consideración y también se mantuvo en el ruedo pese a la cornada. Tampoco ahora tuvo el de Espartinas toros agradecidos ni colaboradores, sino que hubo que tirar de su buen oficio para sacarle pases a un segundo rebrincado y que no dejó de soltar cabezos, aunque no tan violentos y con tan escaso recorrido como los del quinto. Su mayor mérito fue que, a pesar de todo, apenas dejó que ninguno le tocara la muleta.

Por su parte, el francés Juan Bautista faenó de manera mecánica y sin apenas compromiso con el basto ejemplar de pelo melocotón que abrió la corrida y que se empleó tan poco como su matador, mientras que no dejó ver, por falta de mando y apuesta, la intuida mejor condición del cuarto, el cornalón ejemplar con el que remató su jornada laboral.