No es fácil, en la epidérmica situación política española, ser consistentemente el líder mejor valorado por la opinión pública. Y Albert Rivera lo ha logrado. Su imagen personal, y presidencial es mejor que su partido, sus propuestas, sus equipos y sus campañas, aunque éstas siempre han innovado. Los electores ven en él una mezcla inusual de capacidades que van desde la preparación, la modernidad y frescura, actual y renovadora, hasta una innegable capacidad de comunicación y representación. Es un capital semilla que cumple con las tres demandas más exigentes: ética, eficacia y autenticidad.

Esta valoración innegable, esta potencialidad, ha creado un efecto de sobrevaloración indeseable. A veces se ha expresado en forma de encuestas sorprendentes, de promesas mediáticas de éxito fulgurante, de cálculos o cenáculos del poder económico: el hombre deseado, el hombre esperado, el predestinado...

Pero la política, en su dimensión electoral, tiene otras variables. Y aquí las expectativas se miden en votos, no en hipótesis. El líder arrastra una pesada losa que es, paradójicamente, él mismo. El hiperliderazgo, forjado en la resiliencia de la política catalana, es su principal handicap. A. GUTIÉRREZ-RUBÍ