No me refiero al quiosco del sacramento católico, pues dejé de confesar hace más de sesenta años cuando supe que mi confesor había dado cobertura religiosa a los fusilamientos del maldito don Bruno, yendo a las parillas del cementerio a bendecir los cadáveres de los fusilados, con los agujeros de los balazos aún abiertos y manando sangre. Los caminos del señor son inescrutables, pero los comportamientos humanos son valorables. Entonces me pareció lógico, y hoy también me lo parece, que no tenía sentido que yo fuera a contar mis pequeñas miserias a un gran miserable.

Mi confesionario es el ordenador en que escribo, y del que he estado apartado unas semanas con el brazo en cabestrillo por una fractura de húmero. Hoy vuelvo a él sin cabestrillo, en tiempos de rehabilitación, aunque me cueste alguna punzada de dolor, volver a escribir, a confesarme.

¿Cuánto tiempo hace desde la última vez? Mucho; nunca había estado tanto tiempo alejado del teclado. Recuerdo que incluso mis colaboraciones en el diario años atrás aumentaban en julio y agosto, cuando muchas disminuían o se ausentaban por vacaciones. Inventé aquellos artículos troceados -varios temas en espacios breves--, con mucho picante que titulaba «Serpientes de verano» y que los más susceptibles calificaban de venenosas, solo porque circulaban fuera de los carriles habituales; ayer como hoy.

Este verano ha habido tela que cortar: aunque por definición el sentido común es de todos, el inefable Rajoy se postula como su genuino detentador; el bosa nova -bolsa llena-- de Neymar; el lanza llamas Trump; el diplomático impertinente con cagada muy propia de catalanes --acostumbran a defecar sobre Andalucía--; el rebelde del peluquín en forma de fregona, y separatista que es para conservar en una urna; el inmaduro revolucionario dictador del vozarrón de camionero sindicalista, que alguien quiso en su día poner como ejemplo de demócrata; la Corea del Norte donde desfilan ante el peligroso mofletudo con el paso de oca o de ganso miles de soldados dispuestos para la mayor gansada; los atropellos reales con vehículos que se convierten en asesinos; no puede faltar cada día la muerte de una mujer malquerida ni de un ciclista en carretera; Villar, el eterno sospechoso por fin encarcelado; el tren de cercanías siempre lejano; si quieres una playa te la hacemos; vándalos contra arbolitos; se le discute a nuestra presidenta el derecho a vestir un traje rojo; Blesa, Córdoba para disfrutar y Córdoba para morir; el que la persigue la consigue, Gómez irá a la cárcel; el populismo más huero ha entronizado a Juana Rivas, prófuga y desobediente de sentencias de dos países, como madre y española ejemplar, denigrando legislaciones y tribunales de todas clases; vienen y van, las olas de calor; la vergüenza de los millonarios impuestos evadidos por Ronaldo; la búsqueda de confesor con la app Confesor Go, mientras decenas de curas se aburren en sus confesionarios en iglesias vacías a la espera de la vieja de todos los días; los absurdos no tienen techo: criticar a Amancio Ortega por su donación, tan agradecida por oncólogos que confiesan que estaban al borde de la catástrofe, y dañar el turismo, que es la teta nacional; el Gobierno no cesa en mostrar su predilección afectiva por esta Córdoba tan pepera: nos mandará cuatro mil toneladas de residuos atómicos de Garoña para nuestro cementerio privilegiado, El Cabril, por el que los cordobeses deberemos estar eterna y cancerosamente agradecidos; pero no hay que desesperar: la obra pública toca fondo en Córdoba, con una caída del 23%, después de meses la segunda puerta sigue demolida: es más fácil y barato destruir que restaurar...

Todo esto habría dado mucho juego. Pero yo, con la impaciencia del jugador que sigue el partido desde el banquillo: vista a la derecha, vista a la izquierda, y el brazo con hielo, sin pulsar una tecla. Las lesiones son así.

* Escritor y abogado