Ya llega el verano, pero no, rubendarianamente, con claros clarines de regocijo y gozo, sino con la algarabía horrísona de noches sureñas violadas por gramófonos y altavoces a «toda pastilla», en pugilato alevoso por el triunfo en el vigor y constancia de decibelios desmelenados.

Es, en verdad, un espectáculo lamentable a lo largo de la espaciosa geografía andaluza aunque, por desgracia, no circunscrito a su bello y contrastado territorio. Entre las provincias de la comunidad más extensa de la nación resulta muy difícil establecer rankings y gradaciones en este terreno. Tal es el deprecio de sus habitantes por el descanso de sus convecinos y, en un plano acaso más importante y revelador, por el silencio, bien social a nivel individual y colectivo del que se encuentra más necesitada que nunca la esquizofrénica sociedad actual.

Hasta no muchas décadas atrás, la ciudad del cronista guardaba entre sus muchos tesoros estéticos y anímicos la preservación atenta del silencio más valorado y aplaudido por el mayor experto de la edad contemporánea española en expresiones, gamas y modalidades del silencio. En sus morosos paseos por calles y plazas de la primera capital imperial de nuestra historia -la Córdoba de los Abderramanes y Almanzor--, Azorín elogió sin reserva el festín inagotable de tonos y registros del silencio que conservaba en su entraña más profunda, justamente en las proximidades de su «silenciosa Mezquita», según acertó a describir y cantar el más grande sin duda de sus apologetas modernos: D. Emilio García Gómez.

Hoy el preciado escenario y sus actores semejan haberse trocado por completo. Con penoso olvido de sus señas de identidad más genuinas e inimitables, la Córdoba estival es el solar de la Península más trasgresor de elementales reglas de urbanidad y respeto por el prójimo así como deturpador de su esencia más honda. Ediles, ayuntamientos y hasta ministerios y gobiernos pasan sin dejar la menor huella por cumplir deberes inesquivables de su cometido y responsabilidad frente a la existencia de la capital española quizá más apreciada por el turismo más exigente y cultivado.

Dolor grande, sin duda, ya que entre los bienes más estimados por un pueblo como el hispano han de figurar los atañentes al alma y fisonomía de sus principales ciudades, en cuyo ámbito se tejió el envoltorio más estimado de sus creaciones artísticas, de pocos paralelos incluso en otras naciones de su misma herencia cultural.

Muchos son los cambios que espejean en los programas y proyectos de los partidos que tan ásperamente se disputaron el liderazgo político en los recientes comicios. En ninguno, por supuesto, se inscribía ni siquiera en su furgón de cola la lucha o, cuando menos, la percepción de tan grave mal nacional como la polución acústica y la defensa ciudadana ante el terrorismo de estruendos y ruidos que domina despóticamente las noches de los veranos de España en todas y cada una de sus aglomeraciones más importantes. ¿Cambiará alguna vez tan desolador y desesperante paisaje? No lo creemos, ni siquiera del lado de aquellas fuerzas políticas de mayor adanismo y violencia rupturista.

Pero, de confiar en sus promesas y sentencias, nada hay ajeno a su ansia de renovación...

* Catedrático