El 10 de diciembre de 1931, al día siguiente de que las Cortes aprobasen la Constitución, Niceto Alcalá-Zamora fue elegido presidente de la República. No se hizo como establecía el art. 68: mediante la elección de un número de compromisarios, igual al de diputados, que junto a ellos elegirían al Jefe del Estado, pues la Disposición Transitoria 1ª del texto recién aprobado indicaba que serían las Cortes quienes elegirían al primer presidente, el cual debía obtener mayoría absoluta. Esto se decidió así porque se perseguía el objetivo de que cuanto antes estuviesen en funcionamiento todas las instituciones del nuevo Estado republicano. De acuerdo con lo recogido en el Diario de Sesiones, en palabras de Julián Besteiro, presidente de las Cortes, votaron 410 diputados, de los que 362 apoyaron la candidatura de quien había sido presidente del Gobierno provisional entre abril y octubre de aquel año. Una vez realizada la elección, había que proceder a la promesa, puesto que la Constitución utilizaba ese término en su art. 72: «El presidente de la República prometerá ante las Cortes, solemnemente reunidas, fidelidad a la República y a la Constitución».

Y así se haría el día 11 de diciembre, cuando una comisión de varios diputados recogió en su domicilio a Alcalá-Zamora, quien ante las Cortes pronunció estas palabras: «Prometo solemnemente por mi honor, ante las Cortes Constituyentes, como órgano de la soberanía nacional, servir fielmente a la República, guardar y hacer cumplir la Constitución, observar las leyes y consagrar mi actividad de Jefe del Estado al servicio de la Justicia y al de España». Azaña comenta en sus Memorias, con respecto a la fórmula de promesa, que no se la pudieron entregar hasta que no llegó al Congreso: «Y al recibir en el estrado el papelito con la fórmula, no sabía el texto, y se puso a descifrarlo, con sus ojos de miope, delante de la expectación general. Pasó medio minuto, que empezaba a hacérseme eterno, y don Niceto no terminaba de leer el papel. Por fin, se acercó a la Mesa del Presidente, y recitó la fórmula, que se le había quedado en la memoria con una sola lectura». Se trata de uno de los muchos ejemplos que se pueden citar acerca de la prodigiosa memoria de don Niceto, pero lo que me importa reseñar no es eso. En primer lugar, para un católico como él era, resultaba poco agradable tener que prometer el cargo en lugar de prestar juramento; y en segundo lugar, en los días previos le había planteado al presidente del Gobierno, Azaña, la posibilidad de realizar un discurso en el acto protocolario, a lo cual este le había respondido negativamente. Por tanto, cuando Azaña explica la incertidumbre generada por no haberle entregado antes la fórmula de la promesa, lo hace por temor a que eso hubiese sido utilizado como excusa para realizar el discurso. Sin embargo, Alcalá-Zamora cumplió con rectitud y con honradez con lo regulado por quien tenía la competencia para hacerlo.

No he dejado de recordar aquellos acontecimientos desde que el nuevo presidente de Cataluña ha tomado posesión de su cargo. Se trata de un acto formal pero de gran valor jurídico, y por ello las fórmulas utilizadas no pueden dejarse a la libre elección de cada cual, del mismo modo que uno no elige el color que debe tener un título académico, ni tampoco la fórmula por la cual se te reconoce. Hace unos años ya me pronuncié en estas páginas sobre esta cuestión, y recordé que todo empezó cuando a finales del pasado siglo los diputados de Herri Batasuna empezaron a añadir al acatamiento de la Constitución el término «por imperativo legal». Desde entonces hemos asistido a toda una variedad de fórmulas, entre las cuales resulta difícil elegir cuál resulta más inapropiada. Y todos sus protagonistas están muy lejos de la dignidad de don Niceto.

* Historiador