Según la versión más extendida y aceptada, Príapo fue un dios menor, hijo de Afrodita y Dionisos, cuyos devaneos castigó Hera, esposa de Zeus y reina del Olimpo, haciendo que les naciese un hijo extremadamente feo y dotado de un pene enorme, en el mundo antiguo sinónimo de vulgaridad, grosería e infecundidad. Avergonzados, Dionisos y Afrodita habrían abandonado a Príapo en el bosque, donde sería recogido por unos pastores que lo criaron sin que les importara su deformidad. Con el tiempo, se convertiría en protector de la naturaleza cultivada, de los huertos, las abejas, los peces, los animales, los rebaños, y también talismán contra la envidia y el mal de ojo, a los que tanto se temía en la Antigüedad. Su culto se popularizó en Roma a partir del siglo II a.C., con un cierto carácter esperpéntico que hizo de él casi un espantapájaros, de fuerte carácter disuasorio frente a los ladrones, a los que supuestamente violaba con saña. De ahí su omnipresencia, siempre en estado de erección, en el campo y en la ciudad, caso de Pompeya, donde preside la entrada a su lupanar más conocido. En contraposición, el desnudo masculino en Roma se decanta por un pene pequeño, símbolo de belleza, virilidad, buen gusto y también fertilidad. Justo lo contrario, pues, que en nuestros días.

Las sociedades antiguas, habitualmente falocráticas, tendieron a mitificar todo aquello que relacionaban con la continuidad o la protección de la vida, y entre estos elementos ocupó un lugar predominante en el mundo romano el falo, representado en todo tipo de soportes y ambientes: públicos, privados, religiosos, eróticos, mágicos, lúdicos, etc. El Museo Nacional de Nápoles, verdadero santuario del arte y la arqueología greco-romanos, exhibe como una de sus joyas más preciadas el Gabinetto Segretto, dedicado solo a representaciones erótico-festivas en las que el sexo, y particularmente los genitales masculinos, ocupan un lugar de honor. Podemos encontrar falos tallados sobre las piedras del pavimento de cualquier vía o calzada (en ocasiones indicando el camino al prostíbulo más cercano), de puentes, acueductos o murallas; también, en esculturas de mármol o bronce; en pinturas parietales o sobre vasos cerámicos; impresos con carácter profiláctico sobre recipientes de barro destinados a muy diversos usos; sobre moldes para el pan, muy utilizados en los repartos gratuitos de comida durante los juegos de circo, teatro o anfiteatro que patrocinaban el erario público o los grandes evergetas; y, por supuesto, como amuletos. Un falo se colgaba a los niños al cuello con intención de protegerles del fascinus o mal de ojo, y otro tanto hacían las mujeres que no podían procrear, buscando una fertilidad que les era esquiva; finalmente, en muchos de los soportes es representado eyaculando, en un símbolo claro de propiciación que reserva al hombre la responsabilidad última del milagro creativo.

Hablo en definitiva de una cultura marcadamente machista, que reconocía a la mujer las prerrogativas de la procreación, pero tenía sobre ellas poder de vida o muerte. No faltaron de hecho los abusos, bien constatados a través de muy diversas fuentes. Atia Turellia (Clunia) y Iulia Maiana (Lyon), por solo recordar dos ejemplos, fueron asesinadas a manos de un esclavo, la primera, y de su propio marido, la segunda. Del mismo modo, en el Satiricón, de Petronio (74, 8-17), su protagonista, el liberto Trimalción, veja explícitamente a su mujer, Fortunata, a la que insulta de la peor manera y llega a tirar con rabia una copa a la cara sin medir los posibles efectos. En un ejemplo paradigmático de maltrato psicológico, da, además, las siguientes instrucciones a su arquitecto: «Habinas, te prohíbo que coloques su estatua en mi panteón; así, al menos, después de muerto no tendré discusiones. Más todavía: para enterarla de que sé castigar, prohíbo que bese mi cadáver». Han pasado dos mil años y todo sigue igual. La violencia de género no es sino la manifestación evidente de la inferioridad del hombre, que se impone hoy al papel cada vez más protagonista, militante y activo de la mujer con lo único en lo que se sabe superior: la fuerza. Parece que el tamaño sí que importa, y los genitales ganan con demasiada frecuencia la mano al cerebro. En el fondo, un problema profundo de educación, imposible de resolver con cuatro campañas publicitarias u otros tantos manifiestos públicos, pensados para tranquilizar conciencias. Hay que extirparlo de raíz. Menos difusión en los medios, pues, a fin de evitar el contagio, el efecto emulador de tanto loco que busca su minuto de gloria; mayor y más efectiva protección policial; mejor y más rápida respuesta institucional; menos palabrería inútil, y más compromiso social por parte de todos y cada uno. Solo podremos si de verdad queremos.

* Catedrático de Arqueología de la UCO