La solemnidad del escenario por el que ha transcurrido este año la carrera oficial, de una estética sin igual, ha permitido a la Semana Santa de Córdoba dar un paso trascendente hacia adelante, ineludible, que estaba pendiente dado el propio brillo de una tradición que ya casa como nunca con la excelencia patrimonial de la ciudad. En la parte positiva del balance de la Semana de Pasión hay que incluir el esfuerzo de consenso llevado a cabo por las cofradías con los responsables municipales de seguridad, resuelto con un trabajo reconocible, pese a que no se cerrase bajo el mejor clima previo. La experiencia, por tanto, debe ser un buen punto de partida. Pero esta primera lectura no puede cerrar el balance. Desde el espíritu más constructivo posible, resulta imprescindible una revisión crítica en algunos aspectos básicos que están generando una abierta discrepancia en el análisis de estos siete días. Para empezar, es evidente que la diferencia de criterios no puede llegar nunca al enfrentamiento, porque Córdoba se habría hecho un flaco favor a sí misma si la Semana Santa se convierte en elemento de división de la ciudad. Es imprescindible, por tanto, la mejor disposición de diálogo sobre la mesa a la hora de valorar estos aspectos más críticos. Para empezar, la Semana Santa no debería buscar solo el realce estético, social, cultural o religioso que Córdoba puede ofrecer desde una posición de privilegio entre todas las ciudades españolas; se debería perseguir además una mayor y mejor proyección de la ciudad, que nunca puede ser exclusivista ni discriminatoria, sino lo más participativa y generosa que la realidad y la seguridad permitan tanto para los vecinos como para los turistas que nos visitan. Visto desde este formato inicial, que ha aforado con un criterio tan radical la carrera oficial, parece como si el objetivo económico constituyese con el de la seguridad el factor más determinante de todo este proyecto de cambio. Las hermandades de penitencia necesitan todo el apoyo institucional y social por la gran labor que hacen para garantizar la pervivencia de esta tradición, pero no estaría de más que desde las Administraciones se planteen nuevas formas de financiación con las que sean compatibles las mejoras de la Semana Santa y el mantenimiento como mínimo de los ingresos de las agrupaciones cofrades. Pero ese criterio financiero no puede llevar a la situación que se ha generado este año. La idea de que la nueva carrera oficial solo la han podido disfrutar un mínimo y exclusivo porcentaje de los cientos de miles que podrían haber pasado por allí genera un clima crítico y un escenario discriminatorio tanto para vecinos como para turistas que puede generar un efecto contraproducente de la nueva Semana Santa y de la propia ciudad. Si no hemos comprado los candados de la Feria de Sevilla, sería un despropósito que doblásemos las barreras de su Semana Santa. Hay que estar satisfechos con lo que se ha conseguido, pero hay que trabajar en la idea de que sea una Semana Santa más de todos, más participativa. Para ello el concepto y ubicación de la carrera oficial parece acertado si no se muestra inflexible en sus necesarios ajustes. Ese pregonable diseño no es el problema, sino la oportunidad. Caben espacios para palcos y sillas pero también zonas para el tránsito y disfrute abierto a los ciudadanos.