Ahora que se está empleando tanto ese término jurídico, quizá sería bueno hablar del aforamiento de los símbolos. La solidez de tanta mitomanía suele arroparse en una cobertura sentimental, que frecuentemente es el último nexo causal cuando cabecean las convicciones. Pero este sano levantamiento de la inmunidad responde al hecho de que, en la mayoría de los casos, los símbolos no son universales, sino convencionales. Como muestra, un botón. Raphael cantó para las posibles del Régimen, herederas de un futuro atadito al que no le importaba resplandecer en las libertades, pero sí en las puestas de largo. Cuando tantos otros se fumaron la modernidad, las enésimas vanguardias lo proclaman el icono de la música independiente, igual que la guardia pretoriana busca para su razón de ser un emperador.

Otro tanto de lo mismo ocurre con Peret. El cantante de Mataró se nos muere en un año nada anodino para la Historia. Cuarenta años atrás, compartió con sus palmeros el mismo escenario que aquel cuarteto sueco que arrasó Europa sin lanzar una sola bala de cañón --las postrimerías de Waterloo--. Aquella caballería sueca pilló al tardofranquismo descolocado, y el Canta y sé feliz parecía el último jarabe de ricino contra el contubernio judeomasónico.

Pero como los símbolos están para vencerlos, Pere Pubill Calaf, el mismo que nos imprecó el Borriquito como tú, cantó en el Nou Camp para todos los forofos de la estelada. No habría lágrimas en la arena, pero sí en la grada por hurtarle a los españolistas uno de los mariscales de aquella imaginería que apuntalaba en lo caló los zurcidos de España. Torpe maniobra de los soberanistas romper los puentes de la rumba catalana, aquella que ha sumado tantos activos para la concordia, y que guitarreó la felicidad de los Juegos del 92.

Llega septiembre y vuelve el juego de los símbolos, como aquellos espejos distorsionados de Max Estrella. En los albores de este mes, hace de ello 75 años, los alemanes invadieron Polonia. Hoy un Primer Ministro polaco, germanófilo por más señas, presidirá el Consejo Europeo. Los otros polacos, los que han revuelto como un calcetín ese supuesto desdén, celebrarán dentro de unos días su Diada. Peret no se reivindicó en un festival indie, ni se alineó con la oficiosa nostalgia de Juan Marsé. Pero en esa Barceloneta que huele a la mixtura del avío y la lejía de las mañanas, seguro que se escuchan más los estribillos de Peret que la ira pálida de Lluis Llach. Polonia era esa frontera indefinida que codiciaban los rusos y los alemanes. Hoy, la otra Polonia, la que, mal que le pese a algunos, parió a Carmen Amaya, tiene que recular con los símbolos, y no tirarse al monte, sino a la honestidad.

* Abogado