Hasta la semana pasada, hasta el caso de las tarjetas de Caja Madrid, me he resistido a pensar que la corrupción en España era un hecho generalizado. No sé si esa resistencia era porque no quería reconocer mi propia ignorancia, o porque soy un ingenuo, o por ambas causas. El hecho es que visto lo ocurrido en Caja Madrid se me ha caído la venda de los ojos. Me ha bastado con hacer una simple lista de casos de corrupción de los que me acordaba, y ordenarlos, para ver meridianamente claro. Tenemos corrupción en los ayuntamientos (Marbella, Estepona, Pozuelo, Alcorcón, Alicante, Santiago, Vigo); en las Diputaciones (Castellón, Pontevedra, Orense); en las Comunidades Autónomas (Noos en las Baleares, EREs en Andalucía, Cursos en Madrid, el 3% de Pujol en Cataluña, el caso Gürtel en Valencia); en el Gobierno central (subvenciones al carbón, por ejemplo); en los partidos políticos (Caso Gürtel, Caso Liceu), en los sindicatos y las organizaciones empresariales, en las cajas de ahorro, etc. Una lista que continuará porque a Caja Madrid habrá que sumar Cataluña Caixa o CAM, y que se ampliaría si se investigaran las fusiones y que se auditara la administración paralela, porque, a estas alturas, ya no me creo que solo haya habido abusos en los gastos de representación en Caja Madrid. Y esto solo es corrupción por robo, que si sumamos el nepotismo a la hora de colocar gente en la administración (véase el increíble caso del Tribunal de Cuentas) no tenemos más remedio que concluir que todo o casi todo lo que tocan los políticos, y hay muy pocas y honrosas excepciones, lo han corrompido.

La causa de tanta corrupción en España es, en mi opinión, la omnipresencia de la Administración pública, y de los partidos políticos que la ocupan, en la sociedad española. La Administración pública está presente en todo porque todo lo regula. Una vieja Administración pública que heredamos del Franquismo, pero que el Estado de las Autonomías ha replicado hasta hacerla casi infinita. Casi todo en España es Administración o depende de ella, incluso en aquellas actividades que no son propiamente políticas. Desde los medios de comunicación (que a los públicos habría que sumar los semipúblicos, por la mucha dependencia de la publicidad institucional que tienen), pasando por los deportes, la cultura, las actividades populares o las actividades sociales más nimias, hasta, por supuesto, la sanidad, la educación, la universidad... todo en España es Administración o depende de ella. Incluso sectores económicos enteros viven de las subvenciones. Y no es solo que la Administración española consuma casi el 40% de lo que producimos (la mayoría, hay que ser exactos, en gasto social y del estado del bienestar), es que tenemos una de las más altas ratios de empleo público sobre empleo total y, por supuesto, uno de los corpus jurídicos más amplios del mundo.

Esta Administración omnipresente está, a su vez, ocupada por los partidos políticos. Unos partidos políticos que son máquinas electorales que se convierten en agencias de colocación en la administración. Nuestros partidos políticos son fuertes porque tienen la capacidad de ocupar a mucha gente y gobiernan la carrera de otros muchos. De hecho, la lealtad en los partidos se mantiene por las posibilidades de recompensa. Por eso, el adelgazamiento de la administración es imposible. Como lo es la es la separación de poderes porque los partidos lo controlan todo.

Es en este contexto en el que ha florecido la corrupción. Para resolverla España necesita una revolución, pero lejos de necesitar la que predica Podemos, la revolución que necesitamos, desde hace ahora exactamente dos siglos, es una revolución liberal. Una revolución que limite la política. Una revolución liberal que nos haga ciudadanos y no súbditos dependientes. Una revolución liberal que nos quite las caenas . Una revolución imposible porque las cadenas que nos atan hoy al Estado son invisibles, la tendencia va por otro lado y, en España, los liberales siempre fuimos minoría.

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola Andalucía