En un país no demasiado acostumbrado a que el independiente lo sea, sorprende siempre la dimisión ligera de quien tiene su equipaje fuera de la política. El razonamiento de quien no ha trabajado nunca en otra cosa o le ha cogido el gusto a la foto diaria en la noticia está lejos del criterio profesional de quien tiene otro puerto de llegada, y también su propia travesía. Es lo que ha ocurrido con Eduardo Torres-Dulce, que ha renunciado a su cargo de fiscal general del Estado después de tres años de tensiones con el Gobierno, a la vuelta de la esquina de las elecciones municipales y con varios juicios sobre corrupción en el horizonte, protagonizados por el PP, que tiene esa vía abierta en su línea de flotación de la credibilidad. Eduardo Torres-Dulce, que sabe tanto de derecho como del cine de John Ford, ha acabado siendo el mismo Ethan-John Wayne que llega solo a Centauros del desierto y se marcha, igual de solo,al final de la cinta, tras haber encontrado a la muchacha raptada por el jefe Cicatriz, esa hermosa Natalie Wood juvenil y radiante como el sol del desierto, porque ha estado este tiempo tratando de encontrar a la justicia en el erial de nuestra actualidad política. Lo ha dicho bien claro: "No todos tienen auténtico interés en que la justicia sea rápida y eficaz: la ley no basta si el procedimiento no tiene los medios necesarios". También alertó sobre la "complacencia" con la que son contempladas ciertas "actitudes nocivas" dentro de la política, refiriéndose claramente a los escándalos de corrupción más voluminosos, que han tenido su comanchería dentro de las filas del PP. Al final se ha ido, porque no ha querido poner su propio prestigio personal a los pies de los caballos de la mediocridad.

El partido político es un pulpo con tentáculos largos y ventosas esquivas, vistosas en los grandes titulares y sinuosas a veces, cobardonas, cuando se trata de asumir la responsabilidad por las decisiones propias y dar la cara ante los resultados. El independiente sale del baile zombi del carné entre los dientes, como Eduardo Torres-Dulce ha acabado haciendo por supervivencia ética y jurídica. Cuando fue nombrado fiscal general, seguro que le garantizaron total libertad y las dotaciones necesarias para sacar su proyecto adelante. Pero antes de que Alicia Sánchez Camacho hiciera patentes graves injerencias en sus actuaciones, anunciando la imputación de Artur Mas por el 9-N, cuando la propia fiscalía aún no lo había hecho, ya había una decepción en Torres-Dulce, que había reclamado más medios para el ministerio público y había recibido como respuesta el silencio del gran cañón del Colorado. Ni Alberto Ruiz-Gallardón, ni Rafael Catalá, como ministros de Justicia, cumplieron su compromiso de aumentar el ámbito de investigación de la Fiscalía. Si contratas a alguien por su cualificación profesional, le prometes libertad de acción y luego todo es una injerencia consentida, es normal que el profesional vuelva a lo suyo: el derecho, en este caso, como una escritura de la vida. Seguramente Torres-Dulce habría querido despedirse mucho antes, pero no lo hizo por un acuciado sentido de la responsabilidad, que no todo el mundo es capaz de llevar a la práctica: como cuando se tomaron decisiones y se hicieron nombramientos en la carrera fiscal sin contar con él, o se inició el borrador del Código Procesal Penal sin consultarle, reduciendo finalmente el papel instructor de los fiscales. También tiene que haber sido duro en el PP que la Fiscalía impulsara el ingreso en prisión de Luis Bárcenas, pero no ha habido grandes disensos sobre temas concretos, sino sobre la manera de proceder y el ninguneo del compromiso previo, disuelto en un humo turbio.

Da la sensación de que Eduardo Torres-Dulce no ha visto cumplidas las condiciones de independencia y libertad de trabajo pactadas antes de su nombramiento. También parece que ha habido demasiadas manos empeñadas en removerle los papeles, y esto no es algo que pueda aceptar quien no tiene intención de perder la dignidad por un sillón vacío de contenido. Rajoy, como suele hacerse en estos casos, ha dado las gracias por "los servicios prestados"; pero el mayor servicio que se ha dado a sí mismo Torres-Dulce ha sido dimitir, dando una lección a los que piensan que es posible tragar con cualquier cosa por seguir en el cargo. Ahora afronta el crepúsculo, libre para mirar más allá del desierto.

* Escritor