Las vacaciones estivales, a la «sombra» del Mediterráneo, en el malagueño Arroyo de la Miel, me sirven siempre para releer libros que ya leí hace muchos años. Estos reencuentros con las páginas pretéritas me hacen reflexionar, reconsiderar perspectivas y modificar criterios que el paso de los años los han actualizado en un ejercicio comparativo beneficioso y edificante para mi pensamiento ciudadano, comprometido con la realidad actual.

‘Aquellos años’, de Julio Feo, secretario del presidente Felipe González durante los cinco primeros años de Gobierno socialista, es el que he elegido este año para ejercer lo que decía al principio de este artículo: Recordar para reordenar, para contrastar situaciones, y, si la ocasión lo permite, sustituir convencimientos anclados que esta relectura los ha hecho transitorios y circunstanciales.

Aquellos años que relata a modo de diario de amplio espectro lo que ocurrió en La Moncloa desde 1982 a 1987, tiene algunas vivencias que, en su momento, ya me resultaron significativas. Una de ellas es la siguiente: Explicando Julio Feo cómo era el complejo de La Moncloa, antiguo palacete de caza construido por orden de Carlos IV, arrasado durante la guerra civil y reconstruido por Franco para dedicarlo a residencia de visitantes extranjeros, dice Julio que en la puerta principal existía una placa (ya no sé si seguirá existiendo o no) con la siguiente leyenda: «El Caudillo de España, Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos S.E.D. Francisco Franco Bahamonde, ordenó la construcción de este palacete de la Moncloa en las ruinas del antiguo palacete. 1953». Parece ser, según manifiesta el autor de Aquellos años, que se reconstruyó unos metros más al oeste de su emplazamiento original.

Se planteó una discusión entre Roberto Dorado, director del Gabinete del presidente, Julio Feo y el propio Felipe González sobre la conveniencia de eliminar o no dicha placa conmemorativa. Felipe se negó diciendo: «El dictador, nos guste o no, ha sido parte de la historia de este país y lo que hizo no se puede pretender borrarlo de la historia»

Cuando yo leí ‘Aquellos años’, me acuerdo de que esta anécdota produjo en mi ánimo una sensación de tranquilidad que, hace veinticinco años, yo podría haberla denominado como «tranquilidad institucional». Felipe González con su negativa a destruir la placa, motivo de esta anécdota, explicó nítida y claramente a la sociedad española y, por extensión del conocimiento, a las futuras generaciones de españoles para qué sirvió el consenso institucional, quiénes deberían ser los llamados a protegerlo y actualizarlo y cómo y de qué manera la memoria de lo «bueno y de lo «malo» debería contextualizarse en la generosidad, desinteresada, de las diferentes perspectivas ideológicas.

Hoy, después de un cuarto de siglo de la primera lectura de Aquellos años, la situación tranquilizadora se ha tornado en una «desconfianza controlada» que me supone ver turbio donde antes veía claridad; incertidumbres donde yo percibía certezas y revanchismo donde yo creía que se había instalado, sin solución de continuidad, una magnánima comprensión...

Y abundando en el criterio que sostenía la superación de enfrentamientos, transcribo una segunda anécdota que retrataba fielmente la simbología de aquella transición tan vitoreada hace cuarenta años y ahora tan denostada. Sucedió que Felipe González, siendo presidente del Gobierno de España, viajó a Sevilla para asistir al sepelio de su suegro, don Vicente Romero. Al bajar del avión, un funcionario de la policía se presentó al presidente, diciéndole: «A sus órdenes, señor presidente, soy el comisario encargado de su seguridad durante su estancia en Sevilla». El presidente le tendió la mano y le dijo familiarmente: «¿Qué hay Vadillo, como estás?». El comisario Vadillo palideció y preguntó: «¿Me reconoce?». Felipe respondió: «Pues claro. Pero tranquilo, me alegro de verte». El comisario Vadillo fue el que registró el domicilio de Felipe González en los años 70 y lo detuvo en el aeropuerto de Sevilla, interrogándolo, posteriormente, en las dependencias policiales. El presidente explicó al relatar esta anécdota que «aquello era parte de la historia y Vadillo era en democracia un funcionario más de la Administración española».

Y yo digo, después de releer ‘Aquellos años’: Quien tenga ojos para ver que vea. Quien tenga oídos para oír que oiga. Pero quien no quiera ni ver ni oír, más nos valdría a todos los españoles que se ausentara de España.

* Gerente de empresa