Pese a la incoercible tendencia hiper-autoritaria del jerarca ruso, su prestigio político permanece intacto si no acrecentado año tras año en los círculos mediáticos e intelectuales más avanzados de Occidente, del que, a tales efectos, forma parte España y de manera incluso muy principal...

Desde los inicios de su admirado liderazgo --más tal vez fuera de Rusia que dentro de ella, a la manera de lo sucedido con M. Gorvachov, pero por motivos contrapuestos--, su posición ante autonomías, soberanismos, federalismos y separatismos se dibujó de forma indubitable y nítida: el no más rotundo. En ello, su genética e identidad patrias no podían ser más explícitas. A un sampeterburgués de pura cepa como él, la herencia y el modelo de Pedro I y Catalina II le resultan a la vez intangibles y venerables. Al fin y a la postre, la cuestión territorial es la clave más profunda del ser y la actividad de Rusia en el teatro de la historia de la segunda nación más extensa del planeta. Fue decisiva en la fundación y consolidación del principado moscovista; lo fue asimismo en la más grave de sus crisis contemporáneas --la agresión y derrota hitlerianas (cuyos más sólidos cimientos se cavaron en Stalingrado, según conviene recordarlo en estos días conmemorativos de El Alamein, a muy justo título, por lo demás)-- y aun continúa siéndolo al despuntar el siglo XXI.

Desconocemos --o, al menos, lo ignora el cronista-- cuál fue en el tema indicado la experiencia germana de Putin. Esto es, si en la época en que estuvo destinado en los servicios de la KGB en la Alemania «democrática», lo observado y leído acerca de los lánders de la otra zona, con su envidiable estructura y dinámica federalistas, no dejaron huella en su espíritu y, por el contrario, al creerlas inexportables a su país, ahincaron en su ánimo sus convicciones centralizadoras.

Lo cierto es que el fin de la Unión de Repúblicas Soviéticas --URSS-- en el postrer cuatrimestre de 1989 lo desazonó hondamente, con absoluta reluctancia frente a la desaparición del principal elemento territorial --salvo, claro es, la China post-maozedonniana-- del imperio comunista, acaso para él la última versión del que echara andar en la Rusia de los Romanoffs. No es, pues, de extrañar que al acontecer años más tarde la partición de Kosovo, su postura se hiciese aún más rígida al tiempo que inconsolable. No en vano la escisión kosovar se producía respecto de un territorio como el Serbio tenido como identitariamente propio por una Rusia resuelta e indesmayable, campeona siempre de la causa eslavófila. Por su defensa, es oportuno no olvidarlo, se desencadenó --primordialmente-- la primera guerra mundial, conflicto-partera de los muchos dramas que jalonan el pasado novecentista del Viejo Continente, conforme el todavía vigente centenario ha vuelto a demostrar de forma irrefragable.

*Catedrático