Todas las personas interesantes que he conocido últimamente son cuasi alcohólicas, toman pastillas para dormir y/o practican yoga, esto y lo otro, buscando siempre el recurso para calmar los efectos secundarios de estar vivas. Hay quien se adapta de maravilla, sin pensar, a esta carrera loca, sangrienta, de la «vida en común». Pero los sujetos mencionados sufren, se hacen preguntas, nadan contracorriente en un río de contradicciones, conflictos, traumas. «No te compliques» aconsejan los simples, como el tipo que sugirió a mi amiga el envenenamiento de unos perros vecinos que no la dejan dormir. Él «lo tiene claro», está muy seguro de sí mismo, oh sí, y se considera razonablemente «normal». Los otros, con sus corazones agotados por el insomnio, dudando siempre, a menudo confusos, conocen el amor, la traición, el precio de la sensibilidad. Algunos son difíciles en extremo, «imposibles», según cuentan, pero a mí me encanta convivir con ellas y lidiar con sus excentricidades. Será que yo también estoy como una puta cabra. Eso dicen, y les doy la razón (cualquiera contradice a un loco), y en noches de luna llena, mientras conduzco un coche prestado y aúllo incoherencias por la ventanilla, me río de la palabra «convencional», doy volumen a Rod Stewart y me siento orgullosísimo de tener unas amistades tan… exclusivas, aunque a veces, todo hay que decirlo, sus vaivenes emocionales me toquen los cojones sobremanera. Como en este momento en que, mira tú por donde, una «bellísima persona» me acaba de mandar a la mierda. Mañana, con toda seguridad, me llamará para contarme lo mucho que me quiere y echa de menos. Pero ¡no os parece maravilloso? ¡Que siga la fiesta, locas mías! ¡Más café!

* Escritor