He tenido oportunidad este verano de visitar tres ciudades que están calificadas como Patrimonio Mundial de la Humanidad. Dos de ellas, Tallin en Estonia y Lübeck en República Federal Alemana, hacen honor a esa designación. Son muy limpias. En ninguna de ellas se ven coches de caballos defecando delante de sus catedrales ni mujeres dando romero para leer la palma de la mano del turista. En Tallin hay que caminar por su vieja ciudad porque no se permiten turismos ni taxis en sus calles recoletas y estrechas. Los autobuses se estacionan en las avenidas de la ciudad nueva, baja y moderna. En Lübeck, en pleno horario comercial, no circulan automóviles ni en la calle principal ni en la plaza del Ayuntamiento ni junto a la catedral de Santa Maria ni por delante de la torre gótica de la ciudad. Lübeck, rodeada por el río Taver y un brazo del canal que une a este río con el Elba, facilita que el turista navegue sobre sus limpias aguas y utilice sus dársenas en un río de poco calado. En Tallin, en sus recoletas plazas, el Ayuntamiento permite que alguien venda un libro de la ciudad y algún otro artista silbe y toque la guitarra con una disciplinada manera de acatar las ordenanzas. En su ciudad baja,sin perder su tipicidad, hay terrazas en los bares, acotadas sobre tarimas y enmarcadas en balaustradas de madera, donde los turistas comen tranquilamente y los viandantes pueden caminar. Los de Lübeck se sienten orgullosos de sus tres premios Nobel. Dos son de Literatura: Thomas Mann y Gunter Grass, quien adoptó como suya a esta ciudad, El tercero es Willy Brandt, quien fue canciller de la República Federal Alemana y defensor de la Oss Politik. Los lubecanos cuidan sus museos e incluso la casa de los Bodenbrook a quienes hizo famoso Mann en su novela La familia Bodenbrook y han transformado en museo.

He sentido envidia de estas dos ciudades y rabia contra la mía, cuya zona del casco histórico es Patrimonio Mundial de la Humanidad y cuyo Centro Histórico dispone de un Plan Especial de Protección, cuyas calles Osario y Burell son ríos sin aceras de alta intensidad de tráfico rodado y cuya Mezquita Catedral es rotonda para que la circulen taxis y turismos.

En Tallin o en Lübeck no permitirían carruajes con caballos defecando delante del Palacio Episcopal ni delante de la puerta por donde entraba el Califa a la Mezquita a orar. He sentido vergüenza, como cordobés, al ver el mimo como estonios y lubecanos cuidan sus joyas que son Patrimonio de la Humanidad y el desprecio como nosotros tratamos a esta parte de nuestra ciudad.

* Catedrático Emérito de la

Universidad de Córdoba