Lucía era alta y rubia y se veía con su novio a escondidas, pues sabía que si sus padres se enteraban la encerrarían. Le gustaba leer y era deportista en lo que la dejaban, pues no todos los juegos eran propios de una niña, y menos en ella, que a sus dieciséis años estaba ya completamente desarrollada. Jugaba al voleibol playa, ahora bien, si algún hombre se paraba a verlas jugar, su padre la mandaba al agua.

Admiraba mucho a su tía Pilar, monja de clausura, a la que jamás le había visto la cara y solo conocía su voz a través del torno. A pesar de su encierro siempre estaba contenta y le daba ánimos. A por los dulces de Navidad siempre iba ella por tal de oírla, pues volvía llena de alegría; se había convertido en su referente.

¿Por qué su tía, tan vital, estaba en clausura? Su madre le contó que de pequeña era una niña que hacía muchas diabluras, impropias de una niña bien, pues cuando iba o venía del colegio, siempre se soltaba de la rabiosa y severa Josefa, su muchacha de compañía. La mayor gamberrada que cometió, y quizás la causa de su "vocación", era tocar al aldabón o a la campanilla del portón de las casas, y antes de que abrieran corría a esconderse y dejaba a "la doncella de hierro" a que diera la cara. Un día, al oír el toque de su campana, salió un hombretón en camiseta sin mangas y al ver que en la calle sOlo estaba Josefa creyó que era la gamberra y le insultó: --¡Borracha, borracha! Del sofocón que se llevó la amenazó con saña:--Niñata, ésta me la pagarás.

Muy temprano, la sobresaltó su padre de un grito: --¡Pilar, levántate, nos vamos! --Hoy no te lleva Josefa, te llevaré yo, y no traigas nada, que donde vas no necesitarás ni libros ni pizarras; vas a aprender In saecula saeculorum " cómo se tocan las campanas. Salieron, ella aterrorizada, pues nunca vio a su padre tan furibundo, ni sabía adónde la llevaba. Su madre y hermanos, dormían; nunca jamás volvería a besarlos.

--Buenos días nos dé Dios, dijo la abadesa, mas esta vez no giró el torno. Con estruendo oyó correr uno, dos, tres enormes cerrojos de forja del portón y el chirriar de sus viejos goznes. A Pilar se le encogió el alma con el macabro espectáculo al abrirse aquella puerta: tres monjas, cubiertas sus caras con crespones negros, sobre el hábito hasta el suelo. No dejaban ver nada que hiciera suponer que debajo hubiera seres humanos. Se estremeció, pero le tranquilizó la voz de la abadesa: pasa, Pilarica, ven a desayunar dulces y después te enseñaré a tocar las campanas a "las horas canónicas", para llamar a las hermanas a la oración o al refectorio; tú vas a ser la que marque el ritmo de la comunidad, la directora de orquesta. Temblando la introdujo tirando de la mano. De nuevo atronó el portón, que retumbaba por la arquería, patios y galerías. No sabemos cuántas novicias encontró para jugar con ella, pues desde finales del s. XIX, cuando la feminista Concepción Arenal, la "visitadora de cárceles". luchara por las presas, nunca se permitió "visitadoras de conventos" que se preocuparan por las niñas traviesas.

--Madre, quiero hablar contigo a solas. --¡Ay, Lucía! ¡Ay, Lucía! --¡Sí madre! ¡Sí madre!. Y como si todo estuviera sabido, le arrancó de malas maneras el vestido. --Sinvergüenza, si ya perdiste la cintura. Pobre padre, siempre lo decía: --Ese flirteo es peligroso, no es trigo limpio. Abrió el cajón de la cómoda de dónde sacó un rollo de tela. Todo parecía previsto. Quizás todo era por si acaso. Empezó a enrollarle, sobre su vientre, con mucha fuerza, una faja larga; una, otra, y otra vuelta. --Madre, no aprietes tanto que no puedo respirar! --Nadie lo notará. --¡Madre, que vas a ahogar a mi hijo, que lo quiero tanto! --Esta faja no te la quites ni de noche ni de día ¡Júralo! Solo lo haré yo oportunamente para ducharte.

Oyó el estridor de la laringe de su padre cuando se atragantaba con un berrinche: --Lucía, levántate que nos vamos y no cojas nada... ("Ni libros ni pizarras", se dijo para sus adentros, "voy a tocar la campana"). Y ella no sintió terror como su tía Pilar, cuando la encerraron; al contrario, creía que era el sitio ideal para evitar reproches y torticeras miradas, donde estaba el amor de su tía para proteger a su hijo del odio de afuera. Y, llena de gozo, le soñaba, feliz infancia, en el convento, repicando alegría: Vísperas al atardecer y al Angelus al mediodía.

--Como ni hígado ni ostras vas a comer en el convento, pasaremos antes por el médico, por si tu hijo necesita hierro. Emocionada por su ternura entre tanto ultraje, en la mejilla a su padre, en silencio, le dio un beso.

Lucía, no se despertó con el toque de maitines; al abrir los ojos, sorprendida, se estremeció con aquella luz tan extraña, con aquel gotero junto a su cama. En cambio, sí reconoció, con horror: --¡No, padre, eso no!¡padre mío, nooo!, gritó. Sobre el espaldar de la silla, hasta el suelo arrastrada, estaba la faja que a su madre juró que solo ella podría quitársela.

* Catedrático emérito Medicinade la UCO