Se había perdido confianza en la cordura y fe en la sinceridad en España. La sociedad española se había desenmascarado y se mostraba tal como era. Su madurez estaba desapareciendo. Había quedado descuidado todo: la bondad, la tolerancia, el generoso amor fraternal, incluso la justicia humana. Leídos aquellos discursos, ¿qué extraño devenir les aguardaba a mis padres y abuelos? ¿Cuántos de esos discursos no eran sino estertores convulsivos que presagiaban asesinatos y guerra entre hermanos? ¿Qué le estaba reservado a mis padres y a mis abuelos? Porque la guerra iba a ser una atracción para aquellos españoles.

Luego de aquellos incendiarios discursos, en 1936 solo hubo muertos y heridos a millares; hambre antes, en y tras la guerra; atrocidades horribles de modo que España al terminar la guerra ya no era la misma. No lo fueron mis abuelos maternos ni mis padres. En aquella infernal tragedia que la guerra civil extendió por toda España cada madre defendía a sus propios hijos aunque todavía en el vientre, como sucedió a la mía cada mañana.

Ambos bandos no consideraron la guerra como algo perjudicial. Unos creían que la guerra serviría para acabar con tanta morralla vieja, sustanciada en antiguas costumbres y supersticiones. Otros querían recuperar viejas reliquias y restaurar demolidas instituciones. Los de más allá querían acabar no solo con la Iglesia sino destruir la Cristiandad. Los de más acá buscaban un segundo Renacimiento tras la restauración de una gloriosa era pagana. Los políticos y afines esperaban, tras la guerra, hacerse fuertes y vivir en puro existencialismo. Los más azules esperaban una Roma renacida en la que se volvería a oír el batir de «las alas de las Águilas».

La guerra penetró en los hogares y muchos se preguntaron ¿para qué seguir viviendo? en tanto otros gritaron ¿por qué no prepararnos para la defensa de la democracia republicana? No lo pensaron mucho. Todos se lanzaron a la guerra para conseguir un lugar en el sol de lontananza. Todos pronunciaron discursos, se acostumbraron a ellos sabiendo que conducían a la guerra. Perdieron el sentido de la proporción de las cosas.

Esa guerra llegó a mi pueblo. Se quemaron iglesias y conventos con antorchas y como ramones de olivo secos ardieron imágenes, barrocos retablos y techos. Unos y otros se creyeron dioses. Se mataron y despedazaron. Venció en Baena la pasión, azuzada por fratricidas ideas. Los enemigos estaban en la vecina casa y los que perdieron huyeron a las montañas. Algunas con hachas cortaron, una tras otra, la vida de muchas ramas.

Mis paisanos perdieron el «ser» terminada la batalla.

¡En Baena solo sentía la vida el perro del vecino que ladraba!

(*) Reflexión tras la lectura del libro de Julio Merino ‘La agonía de las dos Españas’.

<b>José Javier Rodríguez Alcaide</b>

Córdoba