La crisis del gobierno andaluz ha vuelto a darle una vuelta de tuerca más a ese descredito hacia los políticos que viene tapizando los resultados de tanta y tantas encuestas ciudadanas sobre la credibilidad de los mismos. Venimos estando acostumbrados a que los políticos en campaña electoral nos mendiguen nuestro voto. Y empleo el término mendigar y no el de pedir, porque ahora ya no es como en aquellos albores de la democracia española donde los políticos nos hacían la petición del voto ensartada en discursos ilusionantes llenos de perspectivas de progreso, derechos y libertades constitucionales. Ahora no. Ahora es la misma demagogia hacia el adversario político de siempre tanto unos como otros, y nada de nada de discursos, ya no digo ilusionantes, que sean capaces de llegar al insuficiente en una liga de debate universitario. Por tanto, es mendigar el voto, pues al final su único argumento es "vótame por mi cara bonita". Por supuesto, a esto ya estábamos acostumbrados. Pero desde luego a lo que no terminamos de acostumbrarnos, por lo menos este que suscribe, es a los niveles de mendicidad a los que puede llegar un político por mantener el poder. En la columna de hoy no verá usted el nombre y el apellido de ningún político. No es necesario que los nombre.

Y además, en eso consiste el juego, pues al menos, eso nos queda a los ciudadanos: jugar a ponerle nombres y apellidos a esos mendigos de la política que fuera de ella no tienen ni oficio ni beneficio y que están dispuestos a perder la dignidad ideológica y hasta personal con tal de mantener ese statu quo de poder, que en vista de que no sirve para lo que debe de servir, que es para hacer progresar a los ciudadanos, cada día se parece más a un pacto con el diablo. Y ya se sabe: el diablo siempre busca a los que están dispuestos a mendigar por el poder.

* Publicista