La primera vez que escuché el nombre de María José Ruiz fue en labios de Mercedes Valverde, hace ya bastantes años. «Es una joven pintora fuera de serie», creo que me dijo entre signos de admiración. «Además es paisana tuya, de Montilla», añadió. La conocí tiempo después en la Real Academia, institución que le abrió enseguida sus puertas como correspondiente. Más tarde, en 2013, coincidimos en las Fiestas de Mayo; ella como autora de aquel cartel que revolucionó la tradición y yo como modesto pregonero por encargo de Amelia Caracuel. Cuando vi el cartel pensé que el pregón hablado estaba de más, pues el mayo festivo quedaba bien pregonado por el cartel de María José Ruiz, que había hecho saltar en mil pedazos el tópico de la cordobesa con traje de faralaes repetida hasta el aburrimiento, y había dado paso al hombre: un muchacho con barba de tres días, camisa blanca y pantalón vaquero, tocado con sombrero cordobés. Como fondo refulgía el espíritu intangible de Córdoba representado por el capitel califal, el fuste romano en el que se enredaba el jazmín y los torrentes de gitanillas colgantes sobre la tapia blanca de la calleja angosta bajo un cielo azul. ¿Qué mejor pregón que aquel cartel, tan colmado de mayo cordobés, del que se habló hasta en California?

Luego he seguido por la prensa sus éxitos y sus premios, fruto de un trabajo incansable: la reciente exposición en Nüremberg; sus cuadros de temática religiosa para la Catedral de Toledo; su retrato de San Juan de Ávila para el Vaticano, regalo de Montilla al Papa Francisco, que le permitió saludar al renovador pontífice; su soberbio retrato del Gran Capitán, que se removería en el sepulcro al verse reencarnado en un joven apuesto sobre un caballo de resonancia velazqueña... Ahora, el Museo de Bellas Artes ha reanudado el ciclo El artista presenta su obra con María José Ruiz, que ante una sala llena de seguidores expectantes fue desgranado su obra, desde el primer retrato pintado a los trece años, hasta el último lienzo, un nazareno de blanca túnica zurbaranesca cruzando ante la puerta catedralicia de Santa Catalina con su revestimiento de metal dorado. Entre ambas pinturas han transcurrido veinte años de estudio y trabajo incansable, bastantes de cuyos frutos fueron desfilando ante los ojos atónitos de los asistentes: las primeras obras, ya prometedoras; sus copias de los maestros italianos que le fascinan, banco de pruebas para aprender sus técnicas; los ejercicios de la carrera de Bellas Artes, cursada en tiempo récord y jalonada de matrículas de honor, con modelos del natural que fueron confirmando su preferencia por la figura humana; sus retratos de encargo, llenos de vida; la ternura de sus niños; la corte celestial de apuestos santos, en los que suele retratar a modelos amigos, como un San Pedro soberbio o un Santiago seductor. «Has pintado un Santiago demasiado guapo», le dijo un obispo peruano al recibirlo. Obras realistas de pincelada suelta pero segura y formatos grandes a los que se enfrenta y domina desde su femenina fragilidad. (A ver cuando don Demetrio aprovecha la cercanía de una pintora cordobesa de esta talla para enriquecer el tesoro artístico diocesano con obras de su firma).

La exhibición pictórica de María José Ruiz en el Bellas Artes la otra tarde fue un grato reencuentro con esa pintura sin edad sustentada en el dibujo y el dominio de la técnica y el color, que hunde sus raíces en la figuración clásica; una pintura sin trampa que agita los sentidos hasta emocionarte, más allá de insulsos camelos disfrazados de vanguardia que solo provocan indiferencia cuando no desprecio. Reconoce María José que nació sacudida por el latigazo de la belleza y por eso su sino es pintar, como una bienaventurada condena; pintar sin desmayo, transmitiendo una belleza que parecía olvidada. En tiempos de crisis en que la Pintura --con mayúscula, por favor- parece haber perdido el rumbo y muchos aficionados andamos huérfanos de referencias que nos seduzcan, María José Ruiz propone el reencuentro con el dibujo, el color, la luz, el espacio, la figura que emociona. En el provechoso coloquio que siguió a la presentación de su obra destacó la honradez y la humildad como cualidades que deben adornar al artista, a las que habría que añadir también el trabajo tenaz y perseverante como el suyo, a lo largo de los veinte años que lleva pintando. Pero lo mejor, dijo, está por llegar, serán los próximos veinte.

* Periodista