Parece el título de una película de ficción, pero se trata más bien de un drama real y cercano. Era el día del santo obispo valenciano Tomás de Villanueva, el otoño avanzaba en las vísperas de la celebración de la fiesta nacional, la conmemoración de los cinco siglos de la patria española, mientras el pleno catalán amagaba su inicio y la incertidumbre sobre una declaración institucional se extremaba ante las desavenencias internas. Don Carlos el Hechizado, descendiente de la estirpe de la corrupta Convergencia y consciente del fin de su linaje, dado el intransitable camino de la unilateralidad, subió al atril y asumió los resultados de su mascarada, señalando que Cataluña está legitimada para ser un Estado independiente en forma de república. República en minúscula, no basada en el respeto al derecho ni en las libertades del conjunto de los ciudadanos. Eso sí, una república surrealista, de inmediato autosuspendida en sus efectos y aplazada a un diálogo virtual, imaginario, pendiente de una mediación inexistente, articulando una atenuante en su delictiva conducta de rebelión, dentro de su calculada ambigüedad. Varias trampas encerraba la declaración. Basar su legitimación en la voluntad del pueblo catalán, expresada en un referéndum minoritario, sin garantías e ilegal. Cumplir con lo dispuesto en una ley de transitoriedad suspendida por el Tribunal Constitucional y por tanto sin vigencia. Proclamar una independencia de quita y pon, y pedir de inmediato al Parlamento su suspensión pero sin que éste acuerde nada, prevaleciendo la declaración a la propuesta vacía. Tras la sesión parlamentaria firmar la adhesión inequívoca a la proclamación de la República de Cataluña en un manifiesto que, sin llegar a ser ley, sí que sirve de marco y exposición de motivos que aclara las intenciones reales e interpreta la intervención parlamentaria, sin dejar dudas sobre la misma.

Más allá de trampas dialécticas y sombras legales, el Gobierno tiene ahora el deber de frenar el delirio supremacista que ha fracturado la sociedad en una espiral hacia el precipicio. Esta independencia, que no ha sido ni solemne, ni heroica, sino a plazos como las hipotecas, no deja de ser un golpe a la democracia, que exige frenar la intentona subversiva. Una auto independencia y una auto suspensión que Don Carlos propone y decide como monarca absoluto, sin que nadie vote ni acuerde nada, en esta imaginaria democracia de pensamiento único.

No caben más esperas ni merecemos nuevas afrentas ante quienes viven en su propia ensoñación y resultan ajenos a la realidad. Aún a pesar de las reacciones furibundas de los intransigentes, los poderes del Estado, en su conjunto, deben mostrar su madurez y fortaleza y restaurar el orden constitucional seriamente comprometido ante esta insumisión inaceptable. La sociedad catalana deberá superar la catarsis de esta pesadilla, aunque me temo que necesitaremos profundas reformas competenciales y electorales, además de varias generaciones, y a través de la cultura del encuentro, del diálogo y la acogida, de la verdad histórica, de la no manipulación victimista de medios y escuelas, deberá encontrar espacios de convivencia para quienes, como indicó la portavoz Inés Arrimadas, Cataluña es su tierra, España su país y Europa su futuro.

* Abogado