Han tenido que pasar 13 días y sumar al menos 540 muertos, en su gran mayoría civiles palestinos (20 soldados israelís), para que la diplomacia internacional empiece a moverse y se disponga a discutir (el verbo adecuado sería detener, pero seguramente no será así) acerca del baño de sangre que las tropas de Israel perpetran en Gaza en su castigo a Hamás.

A estas alturas nada frena al Gobierno de Binyamin Netanyahu en su avance terrestre por la franja. Israel cuenta, y así ha sido desde el primer día de la creación de su Estado en 1948, con la connivencia de la comunidad internacional, que le permite no solo incumplir las resoluciones de Naciones Unidas que le obligan a respetar unas fronteras, sino que cierra los ojos con las continuas extralimitaciones de Tel-Aviv, ya sea en forma de asentamientos ilegales en territorio palestino, ya sea borrando sobre el terreno y de la mente de sus jóvenes toda huella de la milenaria historia árabe vivida en el territorio, o con operaciones militares como la que se desarrollan ahora.

Y no es que la comunidad internacional no sea consciente de lo que ocurre. Las palabras del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, criticando a Israel creyendo que lo hacía a micrófono cerrado demuestran la considerable distancia entre lo que se piensa y lo que se hace y además ponen en evidencia la gran hipocresía internacional que reina alrededor del conflicto abierto más antiguo del mundo.