Ahí están, un año más, dormidos por el suelo, los últimos pétalos del azahar que trajo abril a los naranjos. Una mañana aparecieron y despertaron en las almas las ansias de vivir, porque la vida, un año más, nos ha regalado el triunfo sobre el largo invierno. Ahora parece que la muerte ha triunfado sobre esos pétalos. Pero no; si nos fijamos, unas bolitas entre las hojas apuntan ya los nuevos frutos. La vida vuelve a renovarse siempre. Y ahora mayo recoge el relevo con todo su esplendor de una nueva juventud. La vida, surgiendo de la muerte. Porque la vida existe por sí misma. No caben más flores en Córdoba y sus patios, sus jardines, sus rejas, sus balcones. Macetas, tiestos y arriates. Geranios, gitanillas, buganvillas, nardos, claveles, rosas, jazmines, narcisos, azucenas... No caben más colores. El rojo, el carmín, el amarillo, el blanco y el azul y más azul. Y muchos tonos de rojo, de carmín, de gualda, de amarillo, de blanco y de azul. Azul añil. Azul celeste. Azul turquesa. Azul marino. Y todos mezclados con el verde. Muchos tonos de verde. Un verde amarillo y un verde esmeralda. Un verde intenso y un verde oro. Y hasta las sombras tienen luz. Sombras lilas, violetas, grises. Y hasta las fuentes se convierten en flores. Sus aguas, como grandes pétalos, espejean el cielo. De pronto Córdoba, casi de un día para otro, se ha convertido en la mejor pintora. Abre su maleta de colores y estalla una y otra vez sobre la cal de las fachadas, sobre la tierra removida en marrones, ocres, sienas. Porque nuestra Córdoba siempre será fiel a sí misma y su belleza.

* Escritor