Vivir en Córdoba es como hacerlo en un bucle del que parece imposible escapar, y en el que parece que eternamente le estuviéramos dando vueltas a las mismas cuestiones. Hay un fango en el subsuelo de la ciudad que nos inmoviliza y que nos impide con demasiada frecuencia alzar el vuelo. Componemos una fauna extremadamente conservadora, temerosa de cualquier viento que de repente haga volar el techo, aún cuando sabemos que es tan frágil como la cubierta de una caseta de feria.

Nos aferramos habitualmente a tópicos que nos permiten sobrevivir y, de su mano, construimos algo similar a un discurso tan débil que se deshace al menor contratiempo. Con la ayuda inestimable de unos representantes que suelen estar, salvo contadas excepciones, a la altura del inmovilismo que es nuestra mayor condena, hemos aprendido además el lenguaje del victimismo y las comparaciones, no siempre odiosas, en vez de alentarnos a mejorar engordan nuestro orgullo. De ahí que cuando una propuesta, por más modesta y hasta inocente que pueda ser, se atreve a remover alguna de las estructuras que hemos hecho sagradas enseguida se pone en acción la facción más purista, yo diría que también más ruidosa, e inicia una cruzada frente a cualquier intento que pretenda hacernos algo más ilustrados. En estas batallas, como si el tiempo no hubiera pasado, suelen sumar energías los que hace unas décadas llamábamos poderes fácticos, y que aquí parece que no han dejado de serlo, y esa parte de la sociedad cordobesa que vive instalada en un cierto orgullo malentendido que tanto contribuye a la parálisis.

Las recientes reacciones frente al acuerdo municipal de no subvencionar actividades que impliquen maltrato animal, lo cual no supone la prohibición de la tauromaquia, o frente al anuncio de replantear la Noche blanca del flamenco, lo cual tampoco significa que se pretenda eliminarla, son un reciente y buen ejemplo de lo que da de sí esta ciudad de patios y Patias. La simple fotografía de quienes inmediatamente se movilizaron para reivindicar el peso histórico y cultural de los toros en Córdoba es el mejor ejemplo de los lastres que arrastramos. Bien podría haber sido una imagen tomada en otro siglo, en la que ellos, los hombres que se juegan la vida en el ruedo, son incapaces de asimilar que por encima de las supuestas tradiciones han de situarse las conquistas emancipatorias que encuentran su cauce legítimo en las instancias representativas. Un planteamiento ciertamente sofisticado para quienes no poseen más argumento que el discutible peso histórico de una práctica, y que por lo tanto está sometida para bien y para mal a la lógica evolución de los tiempos, y para quienes parecen no reconocer que en nombre de las libertades democráticas no todo vale o, al menos, no todo debería valer igual. Todo ello por no hablar de la apropiación de una identidad en la que yo como cordobés, y me consta que no soy el único, no me siento representado.

Me imagino a esa misma cuadrilla de hombres valerosos, aguerridos defensores de las costumbres que la España de blanco y negro elevó a nacionales, organizando un festival benéfico con el objetivo de mantener en toda su grandiosidad y despilfarro la Noche blanca del flamenco. Con los aplausos cálidos de tanto político que sigue confundiendo la cultura con los eventos y que parece no pensar ni en su sostenibilidad ni en su papel generador de una ciudadanía crítica. Parece más rentable tener meros consumidores de fuegos artificiales, entretenidos vecinos que inundan las calles ya sea por un mercadillo, por un pastel gigante o una Dolorosa bajo palio. Los mismos vecinos que parecen no llenar la plaza de toros y que continúan impasibles ante la becerrada en honor de la mujer cordobesa. Los mismos que se preguntarán por qué no nos dieron la capitalidad cultural, cuando la respuesta es tan obvia. Por flamencos y por toreros.

* Profesor titular de Derecho

Constitucional de la UCO