Hay una fábula muy breve que nos narra la historia de un pajarillo que cada día se posaba en las ramas secas de un árbol solitario que estaba en medio de un gran desierto. Un día se declaró una tormenta que incendió el árbol con sus rayos. El pajarillo se vio obligado a volar lejos. Por fin, agotado, dio con un bosque de árboles frutales. La moraleja nos viene como anillo al dedo: aquel pajarillo nunca hubiera renuciado a sus costumbres, a la mansa seguridad de una existencia monótona, si no hubiese sido por aquella ventolera. La tempestad puede generar una alteración de la inercia y llevar a asumir riesgos dejando atrás la rutina, la dependencia y el hábito. Y se abre un horizonte inesperado. En sus Coloquios, el gran humanista Erasmo de Rotterdam lleva esta idea hasta sus últimas consecuencias: «Por absurdo que parezca, la costumbre todo lo hace aceptable». Es verdad que también hay un aspecto positivo en la fuerza para soportar los males causados por el hábito. Pero el elemento más peligroso que comporta es la aceptación, la desaparición del deseo de buscar algo más elevado. Romper los hilos que atan pies y manos y avanzar por un largo camino es más cansado de lo que cabe imaginar. Sirva la fábula del pajarillo a nuestros políticos, para que, al fin, se den cuenta de los continuos cambios que hay que introducir en nuestras costumbres, cuando se ven «asaltadas» por otras fuerzas, como, por ejemplo, el vendaval del terrorismo. Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, ha rectificado, al fin, reforzando la seguridad con bolardos, comiéndose literalmente sus viejas palabras, cuando decía: «Tendríamos que haber llenado de barreras la ciudad entera y eso no lo vamos a permitir porque entonces los terroristas estarían consiguiendo su objetivo». Ahora, en cambio, ha decidido la colocación de obstáculos móviles y más patrullas de guardia urbana por las calles. Claro, que un poco tarde. La fábula del pajarillo nos invita a cambiar viejas costumbres, mientras buscamos bosques con árboles frutales.H

* Sacerdote y periodista